LA HABANA, Cuba. – El pasado jueves dos oficiales de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) abusaron de su autoridad para agredir sexualmente a dos adolescentes que residen en el asentamiento ilegal conocido como “Indalla”, en el municipio habanero de Marianao. El indignante suceso, unido al maltrato que recibió la madre de una de las menores afectadas al llevar el caso a la policía, sacudió a la comunidad que tomó las calles para denunciar el ataque y solidarizarse con ambas víctimas.
Hace poco más de una semana los municipios habaneros entraron en aislamiento tras la suspensión del transporte público y el cese de todas las actividades consideradas no imprescindibles para mantener el pulso exangüe de la economía nacional. Miembros del ejército y la policía han invadido las calles con la misión de mantener el orden, controlar las aglomeraciones y obligar a los ciudadanos a acatar la distancia social. Las fuerzas represivas se han enseñoreado de la ciudad; una decisión que muchos han aplaudido a pesar de que ya se reportan eventos de abuso de poder y castigos ejemplarizantes que, lejos de concientizar a la ciudadanía, exacerban el sentimiento colectivo de frustración e impotencia.
En este nuevo contexto signado por el coronavirus, la policía tiene luz verde para cometer excesos. Por ello dos oficiales alcoholizados no dudaron en detener, amenazar, amedrentar y emboscar a dos adolescentes para agredirlas sexualmente; una conducta similar a la de los señores feudales que recorrían sus tierras a caballo en busca de jóvenes campesinas para violarlas.
Probablemente no fuera la primera vez que los uniformados cometían esa vileza, amparados por el poder que representan y la impunidad con que habitualmente la policía actúa en comunidades empobrecidas, donde la ilegalidad es un imperativo para sobrevivir y a la vez una mordaza que suprime cualquier reclamo de derechos. Tan seguro estaban los policías de que el ultraje no tendría consecuencias, que se disculparon e incluso uno de ellos le dio su número de teléfono a una de las víctimas, en un retorcido intento de relativizar el incidente o reducirlo a algo sin importancia: “ups, fue sin querer, llámame cuando quieras y lo hablamos”.
Es un caso representativo de hasta qué punto han escalado el abuso policial y la violencia de género en Cuba. Dos menores resultaron agredidas, la madre de una de ellas fue maltratada en la estación de policía, y ninguna ha tenido más garantía que la promesa de una llamada que en algún momento llegará para informarles en qué quedó todo. Ese lapso incierto marca el principio y fin de los derechos de dos cubanas pobres y negras —hay que decirlo— frente a un cuerpo represivo compuesto en su mayoría por hombres que no poseen el mínimo de instrucción, ética y empatía para servir a la sociedad.
La línea que separa a la policía cubana de la peor delincuencia se distingue apenas por un tono de azul, tan empercudido como el sentido común y la humanidad de quienes ya ahondan en otras consideraciones con la intención de culpar a las víctimas. No importa si las adolescentes debían o no estar en la calle a esa hora; o si resulta incomprensible que la menor presuntamente violada se haya negado a declarar.
El único asunto que interesa es la violencia no tipificada en el Código Penal de Cuba y la desprotección legal para cualquier mujer cubana; sobre todo las que sobreviven en un ambiente marginal que las hace vulnerables frente a toda la pirámide del poder; pero en primera instancia frente al rufián del carro patrullero. No importa lo que aún no ha sido dicho cuando es suficiente lo que habló una madre dolida ante las cámaras de la prensa independiente, mientras los noticieros del oficialismo desgranaban sus medias verdades y exageraciones sobre lo que ocurre en cualquier otra parte del mundo.
Los medios estatales no han dicho una palabra del incidente, a pesar de que casi provocó una revuelta social en medio de las medidas de confinamiento para evitar la propagación de la COVID-19. La urgencia de ampliar y fortalecer el marco legal de protección a las féminas sigue obteniendo el silencio por respuesta. A nadie le preocupa que un uniformado se creyera con el derecho de cometer un acto tan repudiable en su horario de servicio, portando todas las insignias que lo legitiman como brazo protector del Estado y los ciudadanos.
Ante estos casos el discurso oficial no se inmuta, pero la justicia social acumula fracturas insalvables. Lo ocurrido a las menores de “Indalla” podría repetirse dada la inoperancia de las leyes y el rechazo a la sociedad civil independiente, cuyas propuestas para defender los derechos de miles de cubanas desamparadas se han estrellado contra el mismo poder patriarcal que engrosa las filas de la represión con individuos de la peor calaña, enlistados para estrechar el control sobre ciudadanos cada vez más insatisfechos, sin importar el rastro de violencia que dejen a su paso.
Si tienes familiares en Cuba comparte con ellos el siguiente link (descargar Psiphon), el VPN a través del cual tendrán acceso a toda la información de CubaNet. También puedes suscribirte a nuestro Boletín dando click aquí.