VILLA CLARA, Cuba. – A las dos de la mañana hay varios perros que recorren la ciudad, tres o cuatro muchachos ebrios que regresan a casa apestando a colillas y a sudor, una patrulla conducida por un par de policías escuálidos que interpelan a los transeúntes. La madrugada en Santa Clara no se presta para algarabías cuando han cerrado los pocos centros nocturnos alrededor del parque. A pocos metros del boulevard se escucha el sonido metálico, constante, de latas aplastadas contra el pavimento.
Los puños de Ignacio parecen dos rocas calcinadas, en uno de los dedos lleva una gasa sucia y sujeta con un trozo de precinta carmelita. En el suelo refulgen, a la luz de la farola, decenas de latas de refresco y cerveza prensadas por él y su ayudante. Esa noche aún no han probado bocado de comida caliente, solo un pan con croqueta que venden en uno de los establecimientos estatales al precio de un peso en moneda nacional. “Cuando se trabaja en esto hay que salir temprano y no se sabe a la hora que se regresa”, explica Ignacio Pérez, que se presenta como recogedor de materias primas por cuenta propia.
“El mejor horario para empezar es sobre las cinco o las seis de la tarde, cuando cierran las tiendas de divisa”, dice mientras propina un zapatazo a uno de los envases, para que ocupe menos espacio en la valija. “En la basura hay de todo: cajas, pedazos de cartón, latas, botellas, y hasta los mismos sacos negros para meter lo que encuentres. Nosotros vamos peinando las calles, empezamos por el centro, después registramos en los basureros de los bares, ahí si hay mucha lata pa’ recoger, pero la competencia está dura, porque hay mucha gente dedicándose a lo mismo. Esto no es de mendigos ni locos, porque yo sé de gente estudiada que se agachan en los basureros con disimulo para que no los vean”.
A raíz de la apertura al trabajo por cuenta propia y la legalización del oficio de recogedor de desechos, cientos de jubilados y desempleados comenzaron a dedicarse a la empresa del reciclaje para ganarse la vida, unos patentados por la ley, otros que esquivan impuestos y el pago de la seguridad social a merced de multas o detenciones.
Además de la Empresa de Materias Primas, la encargada de fijar los precios por kilos, también existen establecimientos particulares que colectan, sobre todo, latas, botellas o piezas de aluminio para destinarlos a nuevos fines comerciales como la fabricación de ventanas, puertas y sillones, y para envasar bebestibles en fábricas ilegales. En el último año se ha advertido una proliferación de recogedores ambulantes que esperan en las cercanías de los bares para implorar a los clientes que les regalen los recipientes vacíos o que hurgan sin pudor en los sumideros urbanos para acopiar suficiente material hasta llenar varios sacos.
Cuando Ignacio rebusca entre los vertederos de restaurantes y cafeterías particulares se ha ensuciado las manos de restos de comida, de papeles sucios, de cuanta inmundicia albergan latones y bolsas sépticas de Santa Clara. Todos los días, Ignacio y los cientos de recogedores que pululan en la ciudad se exponen al peligro que suponen los propios desechos humanos, sin contar con las condiciones mínimas para protegerse de este tipo de actividad insalubre y mal remunerada. La mayoría de quienes se dedican al oficio son personas incapacitadas para ocupar otros puestos de trabajo o con muy bajos ingresos económicos.
Miguel Prado Chaviano asegura que tiene patente y que le paga 118 pesos al Estado, a pesar de que no comprende el porqué. “Esto, al final, son cosas que se botan”, reclama. Se apoya en un remolque improvisado donde acumula cerca de diez bolsas repletas de mercancía. “Esto no es delito ni nada”, aclara. “Lo mío son las botellas de ron y cerveza, las latas, el aluminio. Las latas me las pagan a ocho pesos el kilogramo, el aluminio, laminado y fundido, a trece pesos, el cartón a 1.20 y la chatarra es por tonelada. Mira, hay que llevarlo por camiones y es muy difícil conseguir uno. Es mucho lo que hay que recoger para poder hacer algo de dinero. Lleva mucho sacrificio porque, ahora mismo, en lo que uno está luchando en las calles hay mucha gente durmiendo en sus casas. Los precios no son aceptables, pero tengo que hacerlo, hay que tratar de sobrevivir aquí con lo que se pueda”.
Todas las tardes, Carlos Alberto González arrastra su carretón por las calles de Santa Clara con la esperanza de hallar suficientes artículos para almacenarlos, luego, en un cuartucho que fabricó continuo a la casa donde habita con su madre. “Él tiene un leve retardo”, advierte ella. “Es mi único hijo, pero me mantiene, gracias a él vivo y como todos los días”.
“Yo lo recojo todo, hasta hierro, que te dan 60 centavos por kilogramo”, apunta el muchacho. “No tengo descanso, de lunes a domingo. Por una tonelada de cartón me pagan 1200 pesos, pero es muy difícil llegar a acumular tanto. Cuando tengo bastante recolectado, llamó a un camionero para que venga a recoger las cosas y me cobra un por ciento de lo que debo ganar. Esto da para comer, no para vivir”.
En la periferia de Santa Clara se ubica el punto destinado para acarrear y vender las materias primas al estado, donde se aglomeran a diario los recogedores con su basura a cuestas a la espera de una valoración monetaria. En Cuba aún no existe una estrategia que permita el reciclaje coherente de los desechos sólidos urbanos. La permisibilidad de este oficio apunta, sin lugar a dudas, a la falta de recursos, transporte, personal, salarios decorosos y a la ausencia de depósitos en las calles para almacenar los residuos domésticos e institucionales.