Foto-reportaje de Frank Correa
LA HABANA, Cuba.- En un recorrido por La Habana Vieja, la nota distintiva fue la exigencia desmedida de algunos personajes “del folclor” por cobrar sus fotografías.
Comencé frente al hotel Ambos Mundos, en la calle Obispo, donde vivió a finales de los años treinta el novelista norteamericano Ernest Hemingway. Mientras fotografiaba el hotel, observé a un hombre parado en la esquina junto a una bicicleta, exhibiendo en una caja a dos perros salchichas, vestidos completamente.
Tenían gorras y gafas. Uno estaba vestido con el uniforme del equipo de béisbol Industriales, el otro vestido de rapero. Quise fotografiarlos, pero el hombre no lo permitió.
-La fotografía se paga- exigió seriamente.
Le dije que no era turista, solo un transeúnte queriendo llevar un recuerdo y repitió:
-Se paga.
Aproveché el momento en que fue a exigirles a unos turistas el pago de las fotos, enfoqué hacia los perros y se desplazó rápido hasta ocuparme el lente:
-¡Te dije que la foto se paga! ¡Porque yo pago una licencia! –. Me mostró un documento que colgaba del cuello. Se volvió hacia un extranjero:
-¡Amichi… la foto se paga…!
Continué avanzando por la calle Obispo, entre un mar de gente. A lo lejos se escuchó un pregón: ¡Maní…! Y luego las letras de “El Manisero”, de Moisés Simons, cantada por una vibrante voz de mujer al estilo de Rita Montaner. Apareció entre la gente una negra inmensa, vendedora de maní, vestida como en el siglo XVIII.
Le tomé una fotografía desde lejos, con su atuendo, su abanico y sus maníes, pero cuando me vio con la cámara se tapó el rostro con el abanico y avanzó hacia mí.
-¡Te vi que me fotografiaste… Me pagas ahora!
Dije que no era turista, que solo retrataba de casualidad y la mujer se acercó aún más. En tono entre educado y agresivo, me dijo:
-¡Procura no hacerlo más… porque ya sabes que la foto se paga!
No sé si fuera cierto que la fotografía en la calle Obispo hay que pagarla. Ni si en otras partes del mundo, retratar en calles como ésa deba pagarse. Pero jamás había visto tal desafuero en las personas por sacar dinero. Para evitar más contratiempos, me escondí entre unas matas de un restaurante a retratar.
Desde mi escondite logré fotos de la calle y de la gente que pasaba. Como la de un caricaturista apasionado que dibujaba a todo el mundo, un personaje del siglo XIX caminando con aires de gigoló, y un par de mendigos fumadores, tan borrachos que se retrataron frente a la cámara, sin reparo.