CAIBARIÉN.- Aunque no constituyeron mayoría entre los inmigrantes desde mediados del XIX, los chinos aparecieron en casi cada rinconcito de Cuba exhibiendo sus típicos frenesíes comerciales.
En Las Villas, entonces provincia central, se establecieron los que, en La Habana saturada de negocios, no hallaron rescoldo promisorio que avivar.
Atraídos por las bonanzas de una isla que crecía agigantadamente con capitales mixtos —cuyas fuerzas laborales no sobraban ni resultaban, como ahora, mal remuneradas—, comenzaron a pulular sin aspavientos.
Hasta Caibarién —puerto en pleno apogeo desarrollista— llegó la familia Lou Su Ting, de Cantón (hoy Guangzhou), en la meridional costa China, tratando de importar directamente provisiones de aquellas lejanías.
A principios del XX ya existían sólidas colectividades —sin registro oficial en la Villa Blanca—, como la Colonia Internacional Min Chi Tang.
El 8 de enero de 1902 se produjo la “legalización de una casa —de madera y tejas— en la calle de Patria #247, por el Sr. E. Achón, natural de la China Imperial, y zapatero de oficio” según Folio 185, Tomo XIII, del Ayuntamiento.
Allí descansaría, a partir 1903, “La Asociación China de Caibarién” reunida en Junta General que abarcaría centenares.
Esa sociedad quedó plasmada de acuerdo con lo dispuesto en la Ley de Asociaciones, hoy extinta, como aquellos miembros y la casa misma.
La agrupación étnica virtualmente “ocupa” todavía aquel inmueble —roto y vacío—, que según copia notarial, “fue construido por el maestro-carpintero Manuel del Toro, quien lo concluyó en septiembre”, aunque la ficha date de 1890.
Hasta la fecha, ni la Embajada habanera, ni el CCPCCh —copropietarios—, han dispuesto un yuan para ayudarles.
Presencia en las tradiciones populares
Las famosas parrandas de la región se enriquecieron cuando los inventores de la pólvora introdujeron sus alegres explosivos. No solo por el ruido y deslumbramiento que producían, sino por los dineros que hicieron falta en lo adelante para ganar las competencias inter-barriales.
Según crónicas de 1892, (“Gacetillas”, “El Criterio Popular”, del archivo remediano), consta que Chau Gomá, —exfarolero cameral del Imperio—, construyó “aditamentos exclusivos” para el desfile triunfal del barrio “La Marina”.
El mástil del farol asiático —diferente del tradicional— en forma de L invertida, mejoraba la manejabilidad y podían añadírsele velas, banderillas y borlas.
Apenas quedan vestigios de aquellos precursores, pero los recuerdos perviven en el apego del pueblo.
En la parranda del 2009, por ejemplo, el barrio “La Loma” exhibió una carroza inspirada en una leyenda titulada “Chang-Ge, la diosa de la luna”. A lo largo del siglo anterior, devinieron exóticos temas de obligada recurrencia.
Algún 10 de octubre de la era republicana, por otro aniversario del inicio de nuestras guerras de independencia, fue mostrada la entonces iniciática “Comparsa del Dragón”, de sutiles imprecaciones esotéricas.
El asentamiento de La Sociedad se hacía llamar: “La Casa de La Patrona de Cuba”, más por ventajas políticas que por afinidad patriótica. Y era coronada por una hibridación clara y achinada de la popular virgen mambisa.
Otros aportes
El Kung Fu, Tai Chi —Chuan y Kun—, se asimilaron bien y extendieron sus experiencias a la acupuntura y la fisioterapia.
Se celebraban festividades como la llegada del año nuevo lunar —a finales de enero, principios de febrero—, resguardando la autoctonía.
Los nacidos aprendieron poco o nada del idioma original, consecuencia de discordancias lingüísticas (dialectales) con parientes naturalizados.
Los conocimientos se limitaron a ciertas expresiones, saludos y voces asociadas a la gastronomía: nombres de comidas o recetas de cocina; y no hubo aportes notables al castellano, excepto en locuciones que los estigmatizaban cuales objetos de mofa.
Difiriendo de la africanidad, no primó un sincretismo afín, aún cuando tal Asociación llevó el nombre de la Caridad del Cobre —estratagema para el visto-bueno— y gran parte asumiera la religión católica, pues las creencias enraizaban en el culto a sus antepasados.
Tampoco contribuyeron a la música del patio.
En cambio, la práctica de las artes marciales atrajo no solo a oriundos —reclutada asimismo por el DSE como arma de combate contra “el enemigo”—, sino a muchos que continuaron con más o menos estabilidad en el espacio de la Asociación, de forma voluntaria —y supervisada— por “profesores-herederos”.
El comercio en las ciudades
Aunque los españoles se adueñaron del amurallado cambalache insular, los asiáticos se colaron maravillosamente por un resquicio para hacerles competencia.
Las bodegas “La Trocha” (Antonio Chong) y “La Paloma” (Joaquín Wong); los bares “La Chinita”, “El Madrugón” (Francisco Ley Chang); “La Estrella de Oriente”, así como la popular “Tienda de Canuto”, fueron plazas abiertas por cantoneses en Caibarién.
En Remedios reinó “La Joven China”, complejo de fonda-cafetería-bar céntrico y varios establecimientos muy rentables.
Aparte de lavanderías baratas, no pueden olvidarse los vendedores ambulantes y hojalateros, carretilleros repletos de frutas y vegetales a precios también asequibles.
Gran Tienda para atraer “marchantes”
El mayor establecimiento chino de la provincia fue “La Japonesa” (1900), suerte de nombre transnacional que acercaba al Parque “La Libertad” su espectacular fachada, copropiedad de Gladys Lou Chang hasta 1968 —fecha de la intervención “contrarrevolucionaria”—, quien heredó de sus fundadores: José Lou Su Ting y Rogata Chang, arribados en 1872 con 15 y 13 años respectivamente en la barriga de un buque.
Con 3 pisos que incluían ferretería, sedería y calzados, materiales para imprenta, objetos de decoración, porcelanas, sedas, confecciones y bisutería, daba cobijo también a toda la estirpe.
Hacia 1917, tras el conflicto del gobernante chino Yuan Shikai con el Marqués japonés Ōkuma Shigenobu, el nombre cambió al de “Casa Lou”, pero para la gente siguió siendo “La Japonesa”, aún cuando —obviando tardos compromisos— el nuevo régimen atarantado se desentendió de preservarla en calidad de patrimonio.
Entre los muchos establecimientos prósperos del pueblo, quizá fuera el más pintoresco; desigual a los pequeños negocios que constituían empresas familiares; tiendas judío-polacas abarrotadas y toscas bodegas gallegas, pero nunca fue un simple bazar de antigüedades.
Además de ropa y sombrerería, se vendían artículos para cumpleaños, juguetes, efectos eléctricos, aparatos musicales y materiales para confecciones especiales como el memorable papel crepé, cohetes y triquitraques, inciensos y objetos procedentes de disímiles culturas planetarias.
Se incluían —por supuesto— obras de arte manufacturadas en Japón; finos jarrones, pinturas duraderas, y miniaturas de papel.
El ambiente era estrictamente asiático y los empleados todos de la misma raza.
Entrar a La Japonesa era como atravesar una frontera, traspirar perfumes “Maderas de Oriente”, opiáceos, curtidos olorosos y libros —traducidos y recién impresos— de fábula y misterio.
Del techo colgaban guitarras y violines auténticos, lugar donde adquirir uñas de carey, tijas y accesorios instrumentales; adornos femeniles y abanicos de sándalo.
Las dependientas: muy refinadas. En la quincallería: el viejo investido de japonés siempre servicial y serio.
Hoy contemplamos las ruinas insultantes que nos remontan a ese pasado en que se acudía a por un avioncito impulsado por ligas, un yoyo o cuerdas para papalotes y formadores instrumentos musicales, cuando se podían imaginar vocaciones futuras gracias a aquellos tenderos únicos.
“La Japonesa” fue un lugar atractivo en su abigarramiento, y nos regaló tempranos atisbos del que sería el próximo amo voraz e industrial del mundo: El lejano —luego cercano— imperialismo chino (que no japonés).