SANTA CLARA, Cuba.- El viejo ha pedido permiso muchas veces para introducir su carromato entre la multitud. Se le ve cansado y sudoroso, aun así, vocifera casi sin fuerzas “tu jarrita, coge tu jarrita pá la cerveza”. Su quincalla se compone de envases metálicos, pequeños cubos de colores y vasitos de helado Nestlé reciclados. Él explica que esos son los más baratos y que los lava bien para quitarles el olor a leche, que esos vasos de helado son la medida exacta para comprar “dispensada”.
Idalberto Fleites tiene 69 años y aparenta más de noventa. Cuando comienzan las llamadas “fiestas populares” en Santa Clara, a finales de julio, sale desde temprano y recorre casi todos los puntos destinados a la venta de cerveza para hacer negocio con sus vasijas artesanales a 25 pesos cada una. “El año pasado no dejaban comprar con pomos traídos de la casa ni con cosas recicladas, porque había cólera en el ambiente, pero ahora parece que se han hecho los de la vista gorda”, narra.
Las fiestas populares no son tildadas como tal entre la población de Villa Clara. La gente las reconoce como carnavales y resultan una especie de aliciente para muchas familias que no cuentan con otro espacio recreativo posible. Son, sin embargo, el mismo símbolo de la suciedad, el mal gusto, la prosperidad de unos y la ruina de otros, el pan y el circo que lanza un manto momentáneo entre penurias, necesidades y apagones.
El área alrededor del estadio Sandino se convierte todos los años en uno de los sitios carnavalescos más concurridos de la ciudad. La avenida principal se torna prácticamente intransitable para los propios peatones. Uno tras otro se suceden puestos de fritas que inundan el ambiente con olor a aceite reutilizado. El suelo se contamina de orine y espuma de cerveza dispensada, de residuos de comida chatarra, tóxica. La gente grita, mordisquea mazorcas de maíz o huesos de pollo refrito, comen arroz con las manos porque no les han dado cubiertos. Detrás de un árbol de majagua dos o tres hombres evacuan sus líquidos sin pudor alguno a la vista de mujeres, niños.
“Yo saqué la patente para vender algodón los días que esto dure”, dice Yolexis Valdés, un muchacho que “no estudió nada”. “Los tres primeros meses de patente son gratis y después la cierro, para no tener que pagar impuestos. El estado te cobra el pedazo de calle que uses. La corriente se la pagamos a esta misma casa que está aquí detrás. Al final, los carnavales se dan gracias a nosotros los particulares. Y uno hace su dinerito, se hace algo”.
Cerca de una de las 20 máquinas de churros de todo el carnaval, una señora vende laticas de cerveza recortadas. Hay, también, una feria de sombreros y cintos de cuero, de juguetes plásticos fabricados por particulares con cubos viejos derretidos, de carruseles con decoraciones kitsch. Un joven carga con flores plásticas encerradas en vidrio y otro propone ranas y lagartijas de goma que apestan a petróleo.
Los perros callejeros engullen pedazos de hueso y los cables que alimentan cada negocio se entremezclan con el paseo de la gente en una telaraña desordenada, incómoda al paso. El vendedor de frituras se niega a cobrarle a una pareja en CUC, el del granizado les explica que este año les prohibieron aceptar divisa, “nadie sabe por qué”, agrega, “hay muchos inspectores por ahí”.
En la zona de los “aparatos para niños” unos pinareños trajeron su remolque ambulante con colchones de guata y, desde allí, controlan el negocio, consistente en un castillo inflable y algunos carruseles de hierro. “Vivimos aquí estos cuatro días”, dicen. “Somos seis en total. ¿El baño? El baño es la calle”. Allí mismo, el dueño de un parque de carritos y motos eléctricas resume que se montó su “industria” gracias a un hermano que tiene en el extranjero, que empezó con dos y ya tiene más de diez. Al tiempo, una familia de campesinos ofrece sus caballos mansos para que los niños den una vuelta por el lugar.
En los carnavales también hay baños improvisados que dispone el gobierno en las calles. Consisten en cuatro paredes de latón con una puerta de saco para que los fluidos caigan dentro de una alcantarilla. Los dueños de casas cercanas se compadecen de las mujeres y les cobran cinco pesos por entrar a su “excusado particular”.
En los establecimientos estatales escasea la cerveza fría asequible a la población. Las filas para las llamadas “pipas de dispensada” recorre varios metros de calle. Manuel Estévez se pasa todo el año ahorrando para llevar a su esposa al carnaval. “Una Heineken le puedo comprar”, dice y la mira a ella. “Pero qué va, más de dos no, que son cincuenta pesos. Tampoco te están vendiendo ron por tragos. El otro día tuve que comprarme una botella completa y cogí tremenda borrachera”.
“Yo no entiendo por qué no se crean las condiciones, si es una sola vez al año y es lo único que tiene el pueblo para despejar de todas las desgracias. Todo el mundo no puede ir para un cabaré. Cada día hacen las cosas más malas. No hay ni lugares para sentarse. La juventud puede estar donde sea, pero a los carnavales vienen niños, mujeres embarazas, personas mayores como yo. Da pena las cosas que uno ve, yo voy todos los días de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Los dirigentes no vienen a los carnavales, no los sufren. No tiran ni agua para acabar con la peste de las calles. Lo poco que hay lo venden súper caro, para mí que hacen las cosas para que uno se desencante. Un día de carnaval es mi salario completo como estibador”.
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