LA HABANA, Cuba. – Venezuela debe volver a ser libre por gente como Alejandra Lares, a quien le viene quedando como alternativa el suicidio. Ella habla como si estuviera desgastada: por momento tiene fuerzas, por momentos se disculpa. “No puedo hablar sin llorar”, dice, y cuenta su historia y la de su familia atrapada entre la dictadura venezolana y la burocracia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Puerto España, Trinidad y Tobago.
“¿Cómo veo mi vida de aquí a dos años?”, así empieza la entrevista de una mujer sin esperanzas de vida. “No le voy a dar mucha vuelta. Muerta. Mi vida va en involución”, y cuenta que cuando llegó a Puerto España tenía trabajo para mantener a su hija y sostener su hogar junto a su esposo. Sin embargo, “ahorita, por el incremento de personas, se redujeron las jornadas laborales, ya no hay trabajo y te quieren pagar por debajo del mínimo”, que por ley, son 15 titis la hora, aproximadamente 2,14 dólares americanos.
A Lares la vida la puso en esta situación y “tuvimos que darle el pecho”. Cuenta que entró como turista, aunque en Venezuela vivía bien. Pertenece a una familia de profesores, pero su esposo y su tío eran políticos: el primero decidió refugiarse con ella y al segundo lo busca el servicio de seguridad de Maduro, el Sebin.
“Pedimos asilo. Yo soy “Refugee” desde junio del 2017. Mi proceso duró 8 meses, imagínate cómo es mi expediente que aquí hay gente que los reconocen como refugiados a los 2 o 3 años”. Sin embargo, la ACNUR, por mediación del funcionario A. Welch, le ha hecho saber que no clasifica “para nada”.
“He ido a la ACNUR para ver si consigo algo de comida y no clasifico, y le he preguntado mil veces cuál es el criterio que ellos tienen” y le han respondido con que es “confidencial”, como tampoco clasifica para el “reasentamiento” porque Lares no es “ninguna inútil. Yo soy una profesional”, asegura -y habla de sus estudios- “soy Licenciada en Educación, con inglés como segunda lengua, una maestría en Tecnología Educativa, trabajé 12 años para el Ministerio de Educación en Venezuela e hice un diplomado en la Carolina State University, Estados Unidos”.
Dada las circunstancias que le han tocado vivir no se reprocha que haya tenido que lavar platos o limpiar piso, aunque ahora no puede trabajar porque está enferma y no tiene dónde dejar a sus hijos.
En estos dos años “tuve un embarazo, me salió un fibroma, vivo anémica (…) tengo 38 años y parezco una anciana”, dice Lares, que también asegura que lo que más le preocupa es el futuro de sus hijos.
Hasta el mes de enero tuvo a su hija de 10 años en un colegio privado, aunque “era ilegal porque no tiene derecho a estudiar. Yo hice un sacrificio. Me aguanté la boca y aprendió inglés (…) yo crecí en una familia económicamente estable. Pude estudiar fuera de Venezuela. Vivía bien. Crecí con casa de playas. Y me siento tan mal conmigo misma y tan frustrada de que no se lo pueda dar a mis hijos. ¿Por qué ellos tienen que pagar por errores de otros? Esperar cinco años más cuando mi hija tenga 15 ¿Crees que va a estar apta para estudiar primaria?”, reflexiona.
“El trabajo que consiga ahora me paga máximo 150 titis al día, y me cobran, solo por cuidarme al niño, 1200 titis al mes”. También hay agravantes: “si dejo sola a la niña en la casa, me zumban al Children´s views y me la pueden quitar. Aparte, no me siento cómoda dejando a un niño solo aquí en la casa porque incesto y violación aquí hay a las dos manos. Y si es contra latinos, más rápido”, explica la mujer, que conoce de cerca las experiencias que han tenido otras venezolanas que no quieren dar testimonio ninguno de sus vivencias.
“Para poder amortizar lo que debo reduje la comida. Les tengo prohibido levantarse antes de las 12 del día. Se despiertan y me da rabia. Después de las 12 para que agarren el almuerzo y se acuesten temprano. A mi hijo le he sancochado arroz con un poquito de azúcar”, dice Alejandra, que no entiende que no clasifique en un programa de las Naciones Unidas donde ninguno de sus funcionarios “saca plata de sus bolsillos para darle a un refugiado”. Lo único esta venezolana es que se sensibilicen con su caso.
“Solo les pido que me saquen de aquí”, explica, como si tuviera la oportunidad una vez más de estar frente al funcionario de la ACNUR que tanto la ha maltratado. “No quiero una ayuda porque no puedo vivir eternamente de la caridad. Quiero producir y con mi trabajo mantener a mis hijos, comprar una casa como lo hice en Venezuela, poder decirle a mi hijo un fin de semana, vamos a comprarte un helado”. Hace mucho que su hija viene pidiéndole un chocolate de 5 titis y le ha tenido que decir que no porque no es una prioridad.
Alejandra se pregunta “¿por qué tanto odio?” si “somos pocos los que nos hemos parado frente a ellos a decirles las cosas. Esto ya es algo personal”, señala. Incluso, gente que recibió la “ayuda” para la que ella no clasifica le cuestionan por qué no la recibe.
“¿Sabes qué me dijo la psicóloga? Tu problema es económica y emocional por todo lo que estás sufriendo. Con solo la mitad, yo estaría muerta”, relata.
El régimen de Maduro, a imagen y semejanza del cubano, ha cerrado sus puertas a los venezolanos que no comulguen con su ideología, por lo que la Embajada de su país tampoco es una salida a la tragedia que le ha tocado vivir.
“Como soy refugiada política, opositora, ñángara, apátrida, traidora y todos los adjetivos que ellos me quieran poner, no puedo renovar mi pasaporte. Ellos solo atienden a residentes, ciudadanos con doble nacionalidad o con permiso de trabajo o turista”. Alejandra Lares no clasifica en ninguna de esas categorías.
“No puedo viajar ni siquiera a los países que no me exigen visa y que pudieran acogerme como refugiada”, pero tampoco puede regresar a su país. “Cuando le dije a mi madre que me regresaba, me dijo: ni jugando, porque sabe que en eso me puede ir la vida también”.
Ahora, entre las gestiones de la ACNUR y una patria en dictadura, Alejandra ha caído en un callejón sin salida. El país que la acoge se convirtió en una trampa, cuando pudo haber sido una puerta de salida a la libertad.