VILLA CLARA.- Algunos creerán que la tragedia que amenaza a nuestras precarias saludes solo se suscita capital adentro, porque en sus barrios famosos y superpoblados la mierda (de)generada impera.
Que roedores e insectos pululan y la peste arrasa fulminando olfatos allí exclusivamente, y que las enfermedades prevenibles terminan por ser inderogables o eternas, como la vida misma que las contiene y multiplica.
No. Y no.
Hay que salirse de esa Habana rastrera de barrios arruinados y también de la presuntuosa y de copete, arreglada por arribita cual dieciochesca giraldilla entornada, para sentir a la malsanidad extendida como cordón triunfante, remedo senil (y victorioso al fin) de aquel frustrante análogo cafetalero.
Apreciable hasta en lugares de alguna “alcurnia”.
Lo digo porque para un cubano común, visitar un aeropuerto es como el sumum plus quand ultra de todos sus sueños. La puerta distante hacia la libertad.
Pero no se ven estas cochinadas desde las autopistas centrales o las avenidas más o menos bien barridas, por donde acceden los turistas extranjeros y viajantes nacionales en regias o discretas caravanas, sino circunvalando las callecitas intermedias mal disimuladas que sirven de ramales para el abastecimiento y trasiego empresarial.
Como diría al descubrirlas detective famoso: ¡Elemental!
Los alambres de las altas cercas (dispuestos y semejantes a campus anti-fugas o cárceles rampantes) delatan que esta vía Apia no es tal cual, sino otra menor, velada. Como toca ser a todo enlace de rango colateral; ceniciento y obsceno.
Igualitas a los destartalados baños que nos aguardan dentro. Los pisos sucios, sin agua ni papeles higiénicos permanentes, y todos los artilugios eléctricos desactivados desde la penúltima glaciación.
Si Ud. tiene que volar desde los aeropuertos “ilustres” de La Habana (es decir; no el nacional, que es la Terminal 1 para quedados permanentes) a algún otro lugar de la tierra, y no precisa de auto ni bus que hasta allí lo trasporten rápidamente porque le sobra tiempo, le recomendamos entonces irse a pie por la periferia compartida entre las Terminales 2 y 3, para constatar in situ el magma creciente que allí ya se cocina como una ofrenda o un proyecto de radicación de los desechos inmemoriales que el lugar procura.
La línea del trencito que parte dos veces al día desde la calle Tulipán, en Plaza, ya va anunciando desde su marchita, los arrojamientos avistados en la vía cual suerte de adelanto del vertedero focal que al final espera.
Da igual si se trata de santas ofrendas religiosas, vulgares brujerías o cotidianos detritus.
La empresa ECASA (de catering aeroportuario) tiene abiertos en esa zona sus talleres de reparación y almacenes de abastecimiento, y no parecen —los que allí laboran— tener ojos para visibilizarlos desde la ventanilla de sus guaguas y autos imparables.
Porque en repetidas ocasiones hemos cruzado con ellos, indiferentes los choferes al sacrificio de bajarse del vehículo a recoger lo lanzado (un pan mordisqueado, un gargajo, una lata usada, una coletilla ardiente o una cajetilla vacía), mucho menos buscarse un tanque, o simplemente “informar” —vaya, dejar caer a intendentes/superiores como quien no quiere hablar de las cosas espinudas—, del coste humano que tal empecinamiento asqueroso pueda arrimar a la vida del reparto que le queda cerca.
O advertir del envenenamiento de las fuentes subterráneas por rastrojos rezumando efluvios, animales muertos, materiales y alimentos descompuestos, los que todo el mundo dispara allí sin contemplaciones ni visibles acciones restrictivas provenientes de circunspectas autoridades sanitarias que alegan todo prever.
Y a combatir. Como al mosquito matador.
No se trata sino de una acumulación histórica, de años de verter y verter sin miramientos desde ningún lado. Ni buenos ni malos.
Así las fotos han de hablar mejor. Pues callo para que comprueben lo que digo. Con esos ojos que a otros faltan (o que no se atreven a usar).
Y sufran (o disfruten) del espectáculo aterrador a la par conmigo.