
LA HABANA, Cuba.- Leticia vive en la ciudad oriental de Las Tunas. Pasó decenios soñando con visitar el parque de diversiones del municipio Playa en La Habana. Las veces que había venido a la capital el tiempo no le había alcanzado para visitar ese lugar ubicado en un extremo de la ciudad.
El último recuerdo que tenía era bastante vago. Databa de cuando aún se llamaba “Coney Island” e incluía la mayor montaña rusa de Cuba, otra más pequeña para los niños, juegos de bolos, la casa de los espejos, entre otros.
La semana pasada por fin pudo cumplir su sueño. Las cosas no le habrían salido mejor ni aunque las hubiera planificado: estando de visita en casa de su hermana, de la escuela de su sobrina en el municipio Diez de Octubre salió en excursión una guagua directo para el parque con 60 niños y 10 adultos dispuestos a divertirse. Leticia, entusiasmada, se sumó a aquella aventura.
Su hermana, que vive en La Habana desde hace tiempo, estuvo en el parque hace seis años. Ya había sido remodelado y rebautizado como La Isla del Coco. El lugar fue ambientado con personajes de dibujos animados cubanos como el Capitán Plin y también Elpidio Valdés, pues los caballos del carrusel se asemejan todos a Palmiche, el fiel rocín del coronel insurrecto de ficción.
Cuando llegaron a la Isla del Coco, para comprar las entradas, aguardaron 20 minutos hasta que fueran las diez, hora de apertura. “Hubiera sido preferible que empezaran a las ocho, cuando el sol está menos fuerte”, pensó Leticia. Cuando dieron las diez, tuvieron que seguir esperando otros 40 minutos a que llegara la cajera. Según les dijeron, la mujer “estaba reunida”.
Cuando lograron comprar los boletos, ya no tenían el mismo entusiasmo que a su llegada. En la entrada fueron informados que ese día —un sábado, que es cuando más público fluye al lugar—, sólo estaban trabajando cinco de los equipos. Los demás estaban rotos.
Los muchachos montaron la sillita voladora, el carrusel y unas ranitas que suben y bajan. Pero esos equipos no los entusiasmaron. Después todos fueron hasta los carritos locos, al parecer la oferta más interesante.
A un precio de tres pesos los niños y seis los adultos, se montaron en los carritos, las operadoras conectaron la corriente y manejaron por tres minutos. Como a los muchachos les gustó, volvieron a gastar nueve pesos para que ellos pudieran montar de nuevo. Ya no les quedaban tickets, de modo que el pago fue en efectivo. Los niños seguían encantados por manejar y chocar, por lo que desembolsaron nueve pesos más; después, la misma suma de nuevo; y, acto seguido, otra vez nueve pesos.
Segura estaba Leticia de que ese dinero no engrosaría la recaudación del parque, pues —como casi todos los demás visitantes— se lo estaba poniendo en la mano a la operadora de esta atracción sin recibir comprobante alguno. Pero decidió que ése no era su problema. Lo suyo era pagar lo establecido, ahorrarse la caminata hasta la caseta de venta de tickets y la subsiguiente colita, y que sus muchachos se divirtieran, aunque fuera montando 3 minutos solamente.
Al terminar con los carritos locos, fueron para las atracciones de los cuentapropistas. Allí todo era más caro. La cama elástica costaba 10 pesos. Una pequeña vuelta en un carrito de baterías, 10 pesos; navegar en un botecito loco, 25 pesos; montar una gran burbuja que flota en el agua, 20 pesos.
Leticia ahora sueña con volver al parque en diciembre. Se siente optimista y dice que volverá un día que haya un frente frío muy fuerte. Confía en que, para entonces, habrán arreglado los aparatos rotos. O tal vez ya no funcione ninguno. En este último caso, no tendría que gastar de nuevo 200 pesos, el equivalente de medio mes de trabajo de un cubano de a pie. Con cualquiera de las dos opciones saldría ganando.