VILLA CLARA, Cuba.- En medio de la tragicomedia nacional que es resistir en la isla de la violencia disfrazada e inaudible, culpa tal vez de tanta fiesta escandalosa, terminó la séptima edición de la semana dedicada al “serio” Teatro Alemán en La Habana.
Varias salas del Bertold Brecht en el capitalino Vedado, acogieron algunas reposiciones, más tres estrenos nacionales. Pero la pieza que nos sugirieron mirar tuvo solo dos exhibiciones. Porque intuirán los motivos para esa cortedad.
Adecuar a las criollas tablas la dramaturgia teutona contemporánea, no sé bien por cuál vía crucis del pensamiento, deriva en predisposición injustificada del pueblo insular acerca de la idiosincrasia germana; el amparo o los caprichos de otro mal historiografiado y peor mirado: ejemplo vil ese de perros venerables en ámbitos tudescos (dóberman o pastores, por ejemplo) que el nacionalsocialismo con su líder enfermo de egolatría encentrara, escoltando al águila imperial. O las tenebrosas SS, devenidas roja StaSi, réplica firme de tan KGB-enignos dispositivos para el quebranto.
El falso líder obrero (Erich Honecker) pasó, en papel sucedáneo, las “buenas costumbres” del pasado oprobioso que no exoneraron a la censura del arte en su parte gobernada, que fue la que nos tocaron en versión facsimilar en el reparto. (La RFA, tierra del autor, jamás tuvo vínculo con los cubanos. Ni el famoso canciller Helmut Kohl, previo y posterior al derrumbamiento del muro, se dignó hollar la isla o a intercambiar nada).
Por inmersos, diminutos, pobres, lejanos y ajenos, asistimos en el rol de miopes espectadores a la mitad del show artístico-represivo del este europeo, el que no nos fue dado palpar entero, porque nos lo radicalizaron serrucho en mano. Prueba de ello fueron nuestros desconocimientos sobre Hungría y su ejercicio pro capitalista avanzado.
Los que escribieron obran trascendentales en esos años y en esas áreas, debieron aguardar medio siglo para que las conociéramos.
Gracias a buenos amigos que me invitaron esta vez, pude apreciar El niño que vuela del literato Roland Schimmelpfennig (Göttingen-1967), desconocido en Cuba y el continente, no obstante el empeño de la editorial Tablas-Alarco —y en particular de Reinaldo Montero— por visibilizar al múltiple ganador de premios en el país reunificado —taumaturgo, polémico, contestatario y quebrantador de los entornos sociales en cualesquiera de las ex partes con fines cognoscitivos—, para esta adaptación que Carlos Morales (Konrad) recompuso para el joven grupo “Victoria Teatro”, que dirige otro sospechoso: Eric Morales. Como no convenció demasiado la entrega, sortearemos descripciones.
Para abreviar, llamemos “recontextualización tropical” al esfuerzo por cotejar experiencias procedentes de latitudes frías. En aras de mostrar las más calientes y arduas de este lado antillano, enfiló el proyecto. Pero como brasas mojadas, se diluyó la estratagema en una amalgama cándida de presupuestos cívicos.
Nos pareció frágil la mezcla de las utopías (marxista, feminista, etc.) que (des)prestigia cierta plaza nacional usurpada (léase de la Revolución), contrastando con la esquiva libertad del ser. Porque el autor no toleró —entreveo— la zona “democrática” engendrada en las posguerras (RDA), sino que sus avatares operaron en la muy baja — y sabia— Sajonia. Los cubanos que hemos vivido la vida entera dentro del islote cercado, no hemos tenido otra opción que la desmarcada. Por ese motivo, creo, no nos llegó la propuesta. O nos llegó cercenada.
La obra despliega el trasfondo archiconocido de la cotidiana intimidación, el terror inmanente de la vida misma, encubierto o expuesto, libre de palparse en sociedades para nada emancipadas, aunque lo aúllen a cada rato los personajes y se les unjan variantes que vuelquen en suma exponencial frustraciones individuales o grupales.
A estos públicos seducen más bien piezas menos rocambolescas, como de Ionescu y Darío Fo, montadas acaso a lo Eugenio Barba. (Porque con Ibsen no cabría equiparación).
Se usa a José Martí cual símbolo alternante, se le ratifica en su pedestal pre revolucionario, y se le enerva en inquietante glosa. El acompañamiento musical tamborilea lo burlesco, destila por un instante tufillo a estación de radio enemiga, porque en Cuba no se difunde esa clave hermosísima. Ni se enseña en las escuelas de arte.
Se emplea, en fin, el eficaz y recurrente efecto boomerang; las familias son siempre lo bastante brutas para no entender el descalabro que ocasionan, que las induce a la ruina en lugar del salvamento. La infidelidad, la desdicha existencial, los males eternos que acaban complementándose menoscaban la azarosa felicidad: la muerte del hijo como asunción suprema se superpone al estrépito de cierta soberbia martiana.
Otra multiplicidad dialógico-depresiva acoquina al asistente cuando se le narra la sola nota dramática en voces de tres parejas disparejas (¿sextagonía del mito genérico en Kinsey, aunque no apliquen los actores para la escala?), teatro de la recitación que discurre —intermitencias y balbuceos, a ratos roto el discurso en lamentables olvidos del parlamento—, el que no debe ganarse adeptos. No a estas alturas de años de platea. La retórica coral abruma a los presentes, más cuando infiere una respuesta absurda al presente ausente: “¿cuándo seremos ciudadanos soberanos?” Como si en verdad no lo supiésemos.
(La misma contestación que el que insinúa probara a preguntarse).
Puede que la obra sea más que eso, ya lo aclararán teóricos-académicos-defensores a ultranza, pero nos faltó el ángel que atrapa, hacérnosla creíble. Y así lo decimos, sin ánimo hostil, por mera cuestión de gusto.
Porque el teatro cubano ha inventado, todos estos años de arrastre “socialista”, diversas tretas para camuflar la realidad puntual, siempre y cuando el discurso maneje algunas inverosimilitudes que apacigüen a los correctores en guardia. La culpabilidad/corruptibilidad absolutas —del poder absoluto—, en términos de espiritualidad malgastada, de vidas dilapidadas, de años perdidos, sería el gran tema pendiente a escenificar. Esto es más de lo mismo: nombradía, indirectas, panegíricos e irse por las ramas. Porque no somete a prueba el talento improvisador ni sugiere alternativas. Solo muestra, ofrece generalidades. Ni bordea la necesaria introspección.
Olvidamos al segundo estas cavilaciones, la impostación de aquella germánica esfera que aún gira desafiando “todo el tiempo” —no el que nos dejara en espiral renovada Eliseo Diego, a modo de ofrenda u ofensa causal a las “cubanías” según se mire, sino el otro: el invencible— estacionario, símil de hacha sobre nuestras cabezas.
Como el mal parece extenderse y no es patrimonio de un pueblo específico, a propósito del tema, un alto funcionario de la UNEAC presente allí nos cuestionaba, espantado, “si era verdad que en Caibarién la violencia redoblaba”. Evidentemente había leído este periódico. Se trata de un coterráneo santaclareño, ascendido a las alturas pero crecido al borde del peligroso barrio “El Condado”, en la capital provincial del delito, la más violenta de toda Cuba. ¿Habría olvidado nuestro paisano el gran agravio? Igual no se explica el país que en conjunto, ambicionando salvarlo, envilecimos callando.
No hay que hacer apología de la casualidad ni leña del árbol pergeñado. Mejor hablar de la visión crítica de esta cultura a debate que hoy consiente en exponer obras foráneas de difícil deglución, pero que no por empeñada (en sus antípodas) implicará empañada. Porque al final —pesimista que somos, vacíos de señales contundentes y a manera de resumen— de ella y de cualquier otra que importe, algo virtuoso siempre se espera.