LAS TUNAS, Cuba.- Conductas agresivas, daños a la propiedad, falta de respecto entre las personas, ruidos ensordecedores en los vecindarios, transitar semidesnudos en la vía pública, suciedad comunal y “consumo desmedido de alcohol” que “desencadena” delitos, están presentes hoy en la sociedad cubana, “asociado a factores de educación formal y cívica de las personas” y favorecido por un “ambiente de permisividad social y noción de normalidad” en unos casos, mientras en otros influye el “actuar ineficiente de entidades responsables”, dijo este 6 de julio el informe de Trabajo Comunitario de la Asamblea Nacional del Poder Popular reunida en La Habana. Y ése informe, entre eufemismos y sofismas, dijo poco.
Al final de la primavera pasada un agricultor, mi vecino rural, sufrió el más grande desastre que un hombre de campo puede soportar: ver sus sembrados destruidos a manos de gente perversa.
Los tallos de maíz con las mazorcas a medio granar, cortados a machetazos, y el sembrado de yuca arrancado de cuajo, con las raíces al sol, semejaban los destrozos del viento huracanado.
“Fue como si gente borracha o loca hubiera estado divirtiéndose haciéndome daño”, me dijo el pobre hombre en un susurro.
Pero el dolor de esos destrozos los he sufrido en lo personal. A unos nueve kilómetros de nuestra casa en la ciudad, poseo la tierra que perteneció a mi padre, a escasos 300 metros del muy transitado Circuito Norte, la carretera que enlaza a Puerto Padre con el puerto de Nuevitas en la provincia de Camagüey.
Fuera un excelente sitio mi tierra paterna para establecer sembrados, fundar crianza de ganado de raza o levantar una finca de recreo con árboles maderables y frutales que sombreasen las lagunas, como en los buenos días de mi padre, si por allí no merodearan los vándalos a cada paso.
Hace años, con martillos y patas de cabra, desbarataron mi cabaña, el refugio levantado con mis manos. Y hace apenas unas semanas, cortaron más de mil plantas de mi campo de maíz cuando ya espigaba. El maíz que pudo rendir más de 300 libras de grano para personas necesitadas.
Pero sin dar oportunidad a gente hambreada que carece de harina y no tiene dinero para comprar pollo, los vándalos cortaron mi maíz destinado a grano para darlo de forraje a sus caballos.
De esa misma forma mi padre debió perder más de 100 mil pesos en ganado a mano de los vándalos.
A hurtadillas sacaban un caballo o una vaca del rebaño, poco importaba que fuera un semental o una lechera y, sacrificándolos dentro de un cañaveral, sólo tomaban un poco de carne, mientras el resto se pudría bajo el sol en espera de la llegada de la policía al “lugar del suceso”.
Eso ocurría a la vista de personas que hacía años no probaban una sopa de costilla de res “como Dios manda”, al decir de mi madre, y ni qué decir de un buen bistec.
“Pero más bandoleros que los cuatreros son los que me prohíben vender mis toretes a los carniceros”, decía mi padre, y los policías lo miraban de reojo, en silencio, mientras levantaban acta del “hurto y sacrificio ilegal de ganado mayor” junto a las reses despanzurradas, y sobre sus cabezas volaban las auras, esperando para su hartazgo.
Aun así, en honor a la verdad, ocasiones hubo donde en sus incursiones por unas pocas libras de carne de vaca o de caballo, los vándalos favorecieron a nuestros vecinos, quienes, yéndose los policías de la “escena del crimen”, corriendo llegaban primero junto a los restos de los animales muertos que las mismísimas aves carroñeras volando.
Eso sucedió en los años 90 del siglo pasado. Y no sólo lo sufrió mi padre en la tierra que ahora es mía pero resulta dudoso cualquier empleo que quiera dársele. Eso les ocurrió a muchísimos ganaderos en toda Cuba y ahora puede ocurrirme a mí. Fue una de las tantas plagas que asoló a este país cuando aquella crisis a la que a alguien se le ocurrió llamar Periodo Especial en Tiempo de Paz. El que ahora dicen que se avecina.
¡Qué nombre tan grandilocuente para la ruina! Pero ya a los cubanos no los engaña nadie: saben que la miseria no tiene nada de especial. Unos lo sufrieron en carne propia y otros por las historias de sus padres y en consecuencia se preparan. Nos preparamos.
“Estoy pagando 50 pesos por noche más un litro de leche de regalía para que me cuiden las vacas”, me dijo ayer un amigo que posee un buen hato lechero.
“Eso significa que la producción de tu mejor vaca va al bolsillo del guardia”, dije.
“Así mismo, pero al menos si el guardia se queda con el dinero de la leche, salvándola de los ladrones yo me quedo con la vaca,” dijo mi amigo.
“Pero eso resulta un círculo vicioso”, dirá el lector avezado. Y no le falta razón; pero téngase en cuenta que la lógica de mi amigo es la del cubano que vive en Cuba, el país que de primer productor de azúcar de caña del mundo se transformó en un país de vándalos. Algo de cierto habrá en aquello de “sin azúcar no hay país”.
Y es que en Cuba estamos necesitados de despojarnos de eufemismos y sofismas como los tan repetidos en La Habana por asambleístas nacionales y extranjeros para determinar cuáles vándalos son peores: si los que roban campos de maíz destinados a alimentar seres humanos para darlo como forraje a sus caballos, o los que promulgan leyes prohibiendo el comercio entre ganaderos y carniceros, haciendo competir a los cubanos con las auras. ¡Sí señor, haciendo que mujeres, hombres y niños, corran tras piltrafas al compás del vuelo de las aves carroñeras!