LA HABANA, Cuba. -Después de dos semanas en que los vecinos de la zona organizaron una cola, durante el día y la noche, para cuando llegaran las papas, por fin arribó este lunes el primer camión cargado con el tubérculo al mercado agropecuario estatal La Piña, ubicado en el municipio Cerro.
¡Se podrán imaginar lo que se formó cuando la noticia comenzó a circular de boca en boca! La avalancha de personas que llegaron al lugar casi desbarata la cola previamente formada. Hombres, mujeres, ancianos y niños salieron a toda velocidad de sus casas, con el temor de que hubiesen traído pocos sacos de esta vianda tan versátil, la que no prueban desde hace aproximadamente un año. Hasta varios trabajadores de los centros laborales más cercanos— entre ellos la Unión Nacional de Ferrocarriles, y la Escuela de Economía de Ayestarán— dejaron sus ocupaciones y corrieron también hacia La Piña.
Se trata de una situación que se repite año tras año, después que las autoridades sacaron la papa de la libreta de racionamiento y liberaron su venta. Pero, a diferencia de otros renglones del agro como los plátanos, la malanga, el boniato y la yuca, la papa no puede venderse en los mercados de oferta-demanda operados por los particulares. Su único comercializador es el Estado, que la sitúa en un limitado número de placitas, y la vende a un peso cubano la libra, un precio muy alejado de lo que indican las fluctuaciones del libre mercado. La venta está limitada a 10 libras por persona, pero hay quienes “convencen” a los empleados del mercado para que les vendan más cantidad, y así comprar para sus familiares, o llenar varias jabas para revender posteriormente la papa a aquellas personas que no deseen enrolarse en una cola tan temeraria.
Conversamos con una señora de la tercera edad que salía del mercado con sus 10 libras de papa. Lucía extenuada, pero satisfecha tras lograr su propósito. “Imagínese, que mi familia llevaba 15 días en la cola para no perder el turno que nos dieron. Yo garantizaba la cola por el día, y mi esposo y mi yerno lo hacían de noche y madrugada. Porque nosotros no tenemos dinero para comprarles la papa a los revendedores, que te piden dos dólares por la misma bolsa que te venden en la placita— cinco veces por encima del precio oficial—, ni tampoco, por supuesto, podemos ir a la shopping de Carlos III y adquirir un paquete de papas prefritas que vale 7,50 dólares. Oiga, eso es más de la mitad de mi jubilación mensual”.
Otra mujer, ésta más joven, miraba la cola desde la acera de enfrente, y comentaba ser amante de las papas fritas, o de una buena tortilla de papas, pero por nada del mundo se metía en semejante matazón. Seguiría comiendo las tortillas de huevo y cebollas solamente. Y también aportaba una sugerencia: “Debían poner nuevamente la papa por la libreta de abastecimientos. Ha sido un disparate venderlas por la libre, ya que así solo la pueden comprar los coleros y los ricos. Con la libreta sabíamos que, aunque fuera una vez al año, teníamos la papa asegurada”. Y cuando se alejaba dejó escapar una frase que solo escuchamos los que estábamos cerca de ella: “Por supuesto, los Machado Ventura y los Díaz Canel no tienen que pasar tanto trabajo para comerse un plato de papas fritas”.
De continuar viniendo las papas a La Piña, es probable que un nuevo voceador se incorpore a los que en mi barrio anuncian su mercancía desafiando a policías e inspectores. Así, a las galletas con sabor a mantequilla, los tamales, las señoritas de vainilla y el maní garapiñado, se unirían las jabas de papa.