LA HABANA, Cuba.- En el mes de marzo de 1926 fue estrenada la más fascinante de todas las zarzuelas cubanas, Cecilia Valdés, compuesta por el maestro Gonzalo Roig sobre la novela homónima de Cirilo Villaverde. Mucho ha llovido desde aquellos días, y prestigiosos nombres han engrosado la lista de intérpretes que encarnaron a la orgullosa mulata habanera, considerada rol de consagración -en los predios de la zarzuela- para cualquier soprano cubana.
Llevar la novela de Cirilo Villaverde a la escena es también abrir una ventana a la sociedad y la cultura cubanas del siglo XIX; de ahí que el Teatro Lírico Nacional se caracterizara, en épocas más gloriosas, por una cuidadosa recreación de los hechos narrados en el texto original. No obstante, con el paso de los años y la emigración sostenida de profesionales y público duchos en materia de ópera y zarzuela, se ha hecho difícil llenar el teatro cuando hay una presentación de esta compañía. Probablemente haya sido ese el origen de la nueva versión de Cecilia Valdés, estrenada el pasado fin de semana en el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso”.
La novedad consistió en añadirle a la puesta original varias escenas costumbristas y pasajes de folclor que, bien dosificados, hubieran aportado colorido al desarrollo de la zarzuela. Desafortunadamente, el Teatro Lírico Nacional no tiene en su nómina a una soprano que lo haga todo bien, entiéndase cantar, bailar y actuar. Con estas carencias no es de extrañar que la Entrada de Cecilia -primer momento climático en la zarzuela- haya sido decepcionante. Quien conoce la letra no puede imaginarse menos que una soprano de pico de oro, muy pagada de sí misma, sandunguera y rebosante de cubanía. Incluso la ausencia de una de estas cualidades podría ser compensada por el conjunto de las restantes.
Sin embargo, la soprano Milagros de los Ángeles no logró meterse en la piel de la mulata que “canta y baila a porfía”. Durante esa crucial aparición en escena, que podría considerarse como la declaración de principios de Cecilia Valdés, estuvo demasiado ocupada en proyectar la voz, que fue irremediablemente engullida por el coro y la orquesta. No fue hasta la Berceuse -casi al final del espectáculo- que se escuchó con claridad su interpretación, mientras el coro permanecía en silencio y la orquesta tremolaba con suavidad.
El tenor Saeed Mohamed, que dio vida al veleidoso Leonardo Gamboa, estuvo mucho mejor, al igual que el bajo Marcos Lima como José Dolores Pimienta y la mezzosoprano Cristina Rodríguez en el rol de Isabel Ilincheta, prometida de Leonardo. El vestuario, los ambientes, los pasajes constumbristas y la música equilibraron en gran medida el pésimo histrionismo de casi todos los cantantes del Lírico. Siendo la zarzuela un prodigio de canto, baile y actuación, resulta incomprensible que los dos últimos se hayan descuidado al extremo de malograr la Contradanza.
En efecto, el momento danzario más esperado de la velada fue ejecutado por seis parejas de estudiantes de la Escuela Nacional de Danza que no sabían interpretar el baile más popular del siglo XIX cubano. De lágrimas fue ver aquellos párvulos trajeados, tan tiesos y desabridos que era preferible mirar a los músicos en el foso, todos al borde del despelote sin perder ritmo ni afinación.
Concluido el casi desastroso primer acto, quedaba aún el “Coro y Canto de los Esclavos” para salvar la noche. Justo es decir que el coro estuvo maravilloso en su ejecución, amparado por una escenografía muy sugerente. Pero doloroso fue el solo del esclavo, cuyo lamento fue a duras penas escuchado por el público.
Tan hermosa letra, que fuera una vez cantada por Barbarito Diez bajo la batuta del propio Gonzalo Roig, no hizo mella en los corazones. El “pobre negro gangá, sin amor ni libertad” no pasó de ser otro penoso momento en una velada que, a esas alturas, ya podía darse por incorregible. Para colmo, terminado el mudo sufrimiento del esclavo, subieron a escena los rumberos de la Compañía de Danzas Tradicionales “JJ” -una de las novedades- para colmar la atmósfera del cafetal de un desatinado folclorismo, ajeno al trauma antropológico que fue la esclavitud.
Si la intención era ofrecer un pasaje más ilustrativo de la sociedad cubana del siglo XIX, hubiera bastado con las escenas costumbristas. Al parecer, la nueva versión de Cecilia Valdés tenía como objetivo primordial impresionar al público extranjero que abarrotó la platea y aplaudió, enloquecido, las exóticas y prolongadas demostraciones de negritud. Una puesta en escena mal equilibrada, con elementos muy depurados y otros absolutamente descuidados.
Cecilia Valdés es lo mejor que tiene Cuba en materia de zarzuelas; por consiguiente el protagónico no puede ser menos que una soprano rompecorazones, que haga caer rendido al auditorio con su voz y temperamento. No es posible que los solistas del Teatro Lírico no estén a la altura de estos roles, ni sean capaces de llenar el escenario con esa alegría de vivir que se respiraba en las fiestas de cuna.
Es cierto que la compañía debe buscar nuevas estrategias para hacerse rentable. Pero en este caso, el interés de incorporar elementos que atrajeran al público de fuera, contrastó en grado superlativo con la escasa preocupación por mantener viva la esencia de los personajes. Una vez más la cubanía fue superada por el folclorismo gratuito.
En Cuba queda poco público entendido en cuestiones de bel canto, pero el que hay, sabe cuando le quieren pasar “gato por liebre”. Otra apuesta perdida, en resumidas cuentas, fue la nueva Cecilia. Esperemos que para el centenario de la zarzuela haya una soprano capaz de enamorar a cada uno de los espectadores. Quedan nueve años para intentarlo varias veces, hasta que resulte.