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La necedad de empujar un país sin cuestionar las consecuencias Miguel Saludes
La maniobra no es nueva. Forma parte del engendro propagandístico que le ha rendido tantos beneficios a la dictadura castrista. No importa que los participantes manifiesten con elocuencia su apoyo al gobierno. Ni siquiera que lo mencionen. A los organizadores del evento solo les basta con que actúen, canten o declamen. Pero los productores de estos conciertos ideologizados agradecen mucho el aporte al libreto de sus más prominentes invitados. Ante la presencia de miles de jóvenes -fuentes confiables aseguran que el número se quedaba en las centenas- el escritor leyó Empujando un país, de su inspiración. La declaración versada aparece como respuesta del autor a quienes reclaman cambios positivos a los que gobiernan la Isla. Es a lo que Barnet llama en una de las estrofas, las quejas de sus contemporáneos. Se refiere a los pedidos, cada vez mayores y generalizados, sobre la liberación de presos políticos, respeto a la libre expresión del pensamiento, la participación democrática de los ciudadanos sin que ello conlleve al ostracismo, la cárcel o el exilio; así como el cese de la represión desatada por el poder partidista. De esta manera el autor de Cimarrón parece dirigirse a esos intelectuales que se han sumado a lo que el gobierno cubano denomina “feroz campaña mediática del imperialismo mundial”, poniendo en el mismo rasero a Estados Unidos, Europa; socialistas, liberales y progresistas. Pero Barnet dice que él no puede hacer otra cosa que seguir “empujando al país”, que es lo que ha hecho toda su vida, según aclara en los versos. Empujar ciegamente sin preguntarse las consecuencias del arrastre, lo que este se lleva a su paso y los resultados del esfuerzo, sin analizar la necesidad de cambios en la dirección del empuje. Barnet pide perdón por su sordera. Tal vez mejor debió decir su cobardía. La violación de los derechos humanos, la actitud de una turba programada para golpear a mujeres pacíficas e indefensas que claman por la liberación de sus presos, sometidos a injusto y cruel castigo, las leyes draconianas de un Partido que exige cuando menos la sumisión y el silencio, o la actuación de un gobernante que se atribuye el papel de Dios omnipresente e infalible, parecen no ser suficientes motivos para provocar la reacción del presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. No ha sido el único comprometido en ese empeño de empujar. No dudo que muchos lo han hecho con buena fe, incluido el propio Barnet. Pero persistir en la tarea propulsora, sin mirar hacia donde se camina, ni echar un vistazo a lo desandado para evaluar el trayecto recorrido, haciendo recuento de los daños causados en ese esfuerzo, resulta un acto irresponsable. Un intelectual, artista o creador, no puede quedar impasible ante las injusticias cometidas no importa las bondades del proyecto por las que se cometen. Su capacidad de pensamiento, su posición de referencia espiritual ante la sociedad, hacen que el error de omisión en esos casos sea irreparable, no obstante cuan bella se nos presente una idea a realizar. Pero si la puesta en práctica de la misma conduce a que una sociedad quede reducida a las conveniencias del poder, a los dictados ideológicos, y a la pesadilla del miedo ante la represión, entonces el silencio del artista se vuelve inexcusable. José Martí dejó escrita una frase contundente contra aquellos que pretendían instaurar la rigurosa disciplina cuartelaría para dirigir los asuntos de la República. El pensamiento martiano puede aplicarse de igual manera a esta colaboración insensata con la manera despótica de conducir los destinos de un pueblo. Vale decir entonces que no se puede empujar un país cual si se tratara de una carreta llena de mercancías y pasajeros, como confiesa que ha hecho Barnet durante toda la vida. Para colmo de ironías una vez concluida la intervención del escritor y poeta, correspondió su turno a la canción El necio, de Silvio Rodríguez, interpretada en una versión a ritmo de rumba. Pobre necedad la del artista que dice que el no puede hacer nada más que empujar un país, junto a su sociedad, para despeñarlo hacia el precipicio. Y que además diga que él no sabe hacer otra cosa. |