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El viejo Lázaro

Miguel Iturria Savón

LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - La atmósfera de sortilegio y premonición que reinó el 30 de diciembre, día de la Sagrada Familia, en la iglesia del Hospital de leprosos de La Habana, ubicado en El Rincón, me hizo sentir como un hereje que busca la espiritualidad cristiana, perdida en los recovecos de la escolástica marxista.

Acompañaba a una amiga que no abandonó la fe ni olvidó a los santos y  los rituales. Era difícil moverse de los bancos a los altares. Los pagadores de promesas se abrían pasos entre los feligreses que rezaban o buscaban agua bendita. El sacerdote estaba afónico y agotado, pero repetía las oraciones como si adivinara el trance espiritual de los asistentes.

El ambiente del hospicio habanero del siglo XVIII, reedificado en 1936, me hizo pensar en el sentido trágico de tantos sucesos cotidianos de apariencia intrascendente y hasta trivial. Allí, como en el  altar a la Virgen de El Cobre, en Santiago de Cuba, se aprecia la desolación y la angustia de miles de personas que escudriñan las claves de sus actos en una efigie religiosa, ante la cual rezan, piden y hacen promesas.

Los vendedores de flores, velas, almanaques y estampas de San Lázaro, situados entre Santiago de las Vegas y El Rincón, son tan insistentes como los mercaderes de amuletos del poblado oriental de El Cobre. Tal vez la Virgen de la Caridad, venerada en toda la isla, genere menos esperanzas de curación inmediata que las depositadas por los feligreses en el viejo Lázaro, a quien Jesús sacó de la tumba hace dos mil años.

La leyenda sobre los milagros del santo y el contexto geográfico y religioso del leprosorio atrae habitualmente a cientos o miles de personas. Diciembre es el mes de la apoteosis: Santa Bárbara, el día 4; San Lázaro, el 17; la Natividad del Señor, el 25; la Sagrada Familia, el 30, y las expectativas por el nuevo año favorecen  una afluencia de público que supera los cálculos.

Al abandonar el templo del viejo Lázaro con mi amiga pagadora de promesas, recordé que fui católico por herencia y sentí el lastre de un ateísmo agobiador, que nos deja en una realidad irracional,  sin sueños, creencias ni esperanzas de salvación.  

Las procesiones, los actos de fe y el clima de alucinación de quienes se arrastran en torno al Santuario de El Rincón, parecen reflejar con plenitud la conciencia en crisis de una sociedad que se busca a si misma