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En el campo santo Rafael Ferro Salas PINAR DEL RÍO, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) - El hombre llegó al pueblo un día de noviembre de l992. Había polvo en sus ropas Era alto y robusto, aparentaba unos sesenta años. -Buenos días, señores –dijo-. Necesito que me ayuden con esta dirección. Sacó un papel del bolsillo de su camisa. -Lo que usted está buscando es el cementerio del pueblo –le dijo el negro Angelito. -Desde aquí hasta el cementerio la tirada es larga, amigo. Podemos darle el rumbo, pero le va a ser difícil llegar. El hombre sacó una caja de cigarros y nos brindó. En el grupo habíamos sólo dos fumadores. Uno era el negro Ángel, el otro, yo. -No importa lo lejos. Vine desde a visitar el cementerio. Hice una promesa y vengo a cumplirla. Un hombre que se respeta cumple su promesa. -No hay problema entonces. Yo mismo lo acompaño. Desde hace días estoy por visitar la tumba de mis abuelos. De paso lo ayudo a usted a cumplir su promesa. Extendió y dijo su nombre y procedencia sin titubeos. -Me llamo Armando López. Soy de Camagüey. Llegamos al cementerio a media tarde. Fue a la oficina de control. Lo esperé sentado en un banco, a la entrada. Regresó con una trabajadora del lugar. -Vamos, pinareño. La señora nos va a llevar a la bóveda que busco. Caminé junto a ellos a lo largo de la única calle que hay en el sitio. Al final la mujer nos indicó una hilera de tumbas junto al muro. -La bóveda que buscan es la tercera, contando desde donde estamos. Armando le dio las gracias. Cuando la mujer se alejó, me dijo a modo de solicitud. -Necesito llegar hasta allí solo, paisano. Estuve de acuerdo y esperé debajo de un framboyán. El hombre estuvo frente al panteón por espacio de media hora, en silencio y con la cabeza inclinada sobre su pecho. Cuando volvió me dijo. -Ahora me gustaría sentarme debajo de este árbol y descansar un rato si no te molesta. Fumamos en silencio, mirando las tumbas y agradeciendo el silencio imperante del lugar. Después fue él quien empezó a conversar. -Parece un lugar feo, pero no hay lugar más feo que donde estuvimos ese hombre que descansa en aquella tumba y yo. -¿Acaso fueron juntos a la guerra? -Estuvimos presos. A mí me robaron 18 años de mi vida. Mi amigo corrió peor suerte: lo fusilaron. Llegamos al pueblo al caer la noche. Regresó a su provincia el día siguiente. Lo acompañé a la terminal de ómnibus. Tendiéndome su mano a modo de despedida me dijo: -Aquellos fueron buenos tiempos, pinareño. Mi difunto amigo y yo éramos menos viejos y soñábamos con cambiarle el rumbo a las cosas en este país. Ya no hay nada que hacer. Él está muerto y yo estoy vencido. Pensé que había llegado el momento de mostrarle mi confianza identificándome con él y sin pensarlo mucho le dije: -Nunca van a faltar jóvenes llenos de sueños y empeñados en cambiar el rumbo de las cosas, camagüeyano.
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