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Un desgarrador testimonio desde Cuba Vicente Escobal MIAMI, Florida, octubre, www.cubanet.org -Acabo de recibir desde Cuba un testimonio. Su autor me pidió mantenerse en el anonimato. Yo le prometí cumplir su deseo. Al concluir su narración Alberto – el nombre con el cual me pidió que lo identificara – escribió esta breve nota. “…Y ruego a todas las personas afectadas por mi indigno comportamiento que hagan un esfuerzo por perdonarme”. Una aclaración. Alberto, personalmente no te perdono. Íntegramente reproduzco a continuación lo escrito por ti y que sea Dios quien se encargue de tu alma. “Yo nací a mediados de la década de 1950 en un pequeño pueblo de una provincia del centro de Cuba, en el seno de una familia campesina. Mi padre poseía una pequeña parcela, heredada de mi abuelo, y mi madre se ocupaba de las tareas del hogar. El 28 de mayo de 1958 mi papá fue detenido por efectivos de la policía, acusado de conspirar contra el régimen de Fulgencio Batista. Una semana más tarde su cadáver fue hallado al costado de un camino vecinal. Nunca supimos por vías oficiales la causa de su muerte aunque para todos quedó claro que fue asesinado. A partir de ese momento me convertí en el hijo de un mártir de la revolución, una categoría que me ha perseguido durante toda mi vida. Un día, mientras cursaba mis estudios preuniversitarios, el director del plantel me llamó a su oficina para informarme que ‘un compañero’ quería conversar conmigo. ‘El compañero’ resultó ser un oficial del Ministerio del Interior. Yo debía mantener mi anonimato y no dar la más mínima señal de mis actividades. El oficial asignado para atenderme insistía en ese detalle casi obsesionadamente. Logre ‘penetrar’ a la familia de mi mejor amigo, simulando solidaridad por la muerte de su hermano y dejando correr sutilmente algunos comentarios abiertamente contrarios a la revolución. Aquella familia estaba destrozada. No había ninguna señal de conspiración. El dolor era muy intenso. En los informes que yo rendía periódicamente al G-2 me refería a esa circunstancia. Pero la jefatura no se satisfacía con la idea de que una familia cubana estuviera hundida en tan profunda pena. ‘Son contrarrevolucionarios, son nuestros enemigos, tienes que ser más objetivo en tus informes’. ¿Qué quería aquel oficial? Quería que yo mintiera. Y así lo hice. A partir de ese momento, en los informes me dediqué a inventar actividades contrarrevolucionarias, conspiraciones, planes de sabotaje, atentados. Un día me entregaron un artefacto explosivo y me pidieron lo colocara debajo de un asiento del carro del tío de mi amigo. Era ‘la evidencia’ que necesitaban. Cumplí la misión. Arrestaron al hombre y su esposa y, además, a seis presuntos colaboradores, entre ellos a mi mejor amigo. Todos fueron condenados a la pena de muerte por fusilamiento, excepto la mujer, quien recibió treinta años de prisión. Me entregaron una carta firmada por un alto oficial del G-2 (ya fallecido) en la cual me felicitaba por el éxito de aquella operación y me ordenaba, entre otras cosas, desvincularme de la familia a la cual yo había contribuido a duplicar su dolor. No pude concretar mi sueño de ingresar a la universidad, pues el Alto Mando tenía reservada para mi otras ‘importantísimas misiones’. Me reubicaron en la ciudad de La Habana donde me instalaron en un pequeño apartamento en un conocido barrio de la capital. Fui insertado laboralmente en la dependencia de un importante ministerio con la misión de vigilar las actividades de ‘ciertos elementos desafectos a la revolución que allí trabajaban y que se encontraban involucrados en el tráfico de divisas’. Construyeron una nueva leyenda sobre mi persona e incluso me asignaron otro seudónimo. Me involucré a fondo en el ‘negocio’ del trasiego de dólares. Gracias a mis actividades fueron enviados a los tribunales más de treinta personas, muchas de ellas inocentes de los cargos que les imputaron. Adquirí fama de ‘tipo duro’. Los primeros años como agente del G-2 resultaron excitantes. Me sentía comprometido con la revolución y dispuesto a llegar hasta donde ella me llevara. No me detenía ante nada ni por nada. Los juicios morales y éticos los deseché de mi vida. Lo único que importaba era garantizar la continuidad de la revolución y preservar la figura del Comandante en Jefe a cualquier precio, incluso el de la mentira, la falsedad, la simulación y la muerte. Hoy, convencido del alcance y consecuencias de mi miserable comportamiento, he decidido garabatear someramente esta triste historia, concentrándome en los hechos que a mi juicio contienen una mayor relevancia desde el punto de vista de la moral y la decencia. Estoy abochornado y arrepentido. Mis actos no contribuyeron para nada a la construcción de una sociedad decorosa. Fui (soy) la víctima de un sistema indigno capaz de convertir a un ser humano en una marioneta, un instrumento de su infinito apetito de poder. Acuso a Fidel Castro, a su hermano Raúl, a los oficiales del Ministerio del Interior y de la Contrainteligencia que destruyeron mi vida. Y ruego a todas las personas afectadas por mi indigno comportamiento que hagan un esfuerzo por perdonarme”. |