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16 de enero de 2009

 

INTERNACIONALES
 

DIARIO LIBRE

La tonada del guajiro que escribía en francés

Severo Sarduy, más allá de la fiebre estructuralista, vivía y se desvivía por el pulso del idioma español y por la música de la décima cubana.

Raúl Rivero


De dónde salió Severo

Una tarde, alguien con un nombre que no puedo escribir todavía, me enseñó en La Habana una foto de Severo Sarduy. Tenía una dedicatoria para su madre y decía algo así como te envío esta imagen porque el cuerpo no puede volver.

El tipo de la fotografía estaba serio y era una especie de mulato renegado que trataba de ser sensual y parecía sorprendido.
Era difícil asociar a ese hombre con el escritor Severo Sarduy, el autor de unos libros que se leían mediante listas secretas y con las cubiertas forradas en papel de regalo. Un cubano, nacido en Camagüey en 1936, y que, en 1960, se buscó una beca y se quedó a escribir en Francia.

Sus aventuras y adelantos en París llegaban a Cuba distorsionados por la envidia (que usa siempre cristales molidos); muy pocos sabían de verdad algo de la vida en Europa de aquel muchacho que había publicado en su pueblo natal, a los 15 años, un libro llamado Tres y que luego se había mudado para La Habana porque su familia quería que se hiciera médico.

De todas formas, para las autoridades, era un despiadado enemigo del proceso revolucionario. Un personaje peligroso que debía de aparecer en las nóminas pavorosas y hostiles de los chacales del proletariado.

Quedaban recuerdos del tránsfuga en la ya dispersa redacción de Lunes de Revolución. En la casa de Virgilio Piñera, donde se le recibió como a un hermano extraviado y tenía siempre una taza de café en la mesa. Y en las páginas de la revista Ciclón, fundada por José Rodríguez Feo, en 1955, en la que Sarduy colaboró con un artículo y un poema enviados por correo desde Camagüey, una provincia que otro poeta definió como una suave comarca de pastores.

Severo Sarduy se unió, en el París de los 60, a los promotores de la revista Tel Quel y, del brazo de Roland Barthes, comenzó una obra literaria que muchos de sus adversarios tratan de esconder bajo ese mismo brazo.

Sus novelas, sus ensayos y su pintura lo sacan de ese y de otros escondites rebuscados y perversos. El ámbito donde vivió los últimos 33 años de su vida, sus influencias y, quizás, hasta sus hábitos diarios y las lejanías, han facilitado que su trabajo se separe de dos factores clave: su cubanía y su pasión por el idioma español.

Uno de los escritores y amigos que mejor conoce su obra es el venezolano Gustavo Guerrero. Ha sido él quien ha salvado la obra de Sarduy de esa inmersión absoluta en el universo literario de Francia.

«Sarduy, con muy buen oído e infinitas horas de trabajo», escribe Guerrero, «supo dar con un tono y una respiración del español que hunden sus raíces en la tradición del Siglo de Oro, pero que comprendían, al mismo tiempo, la gracia del habla cubana y una voluntad de innovación contemporánea».

Aquí viene bien una cita de Gabriel García Márquez al que un día tendremos que preguntarle el rumbo de su intención. El autor de Cien años de soledad dijo que Severo Sarduy era el mejor escritor de la lengua aunque el menos leído.

Juan Goytisolo, uno de los amigos más cercanos y queridos de Sarduy, dice que el camagüeyano se tomaba a sí mismo en broma, pero que asumía su quehacer literario con «rigor y escrupulosidad ejemplares».

A mí me complace mucho el puesto de observación que ha elegido Guerrero para acercarse a la obra de Sarduy. Es de los pocos lectores o conocedores del cubano que se han detenido a examinar su poesía.

El venezolano escucha la música del idioma en las novelas, los ensayos (yo creo que también en zonas de su extensa obra periodística), en el teatro y, por supuesto, en los sonetos y en las décimas.

A mi modo de ver, la publicitada cruzada estructuralista de Severo Sarduy y sus novelas Gestos, De dónde son los cantantes, Cobra, Maitreya, Colibrí, Cocuyo y Pájaros de la playa, han dejado en el doble fondo de una maleta el poder, la maestría, la sensibilidad del poeta y, en particular, su trabajo como decimista.

Sus libros de décimas y los epigramas suelen verse como una curiosidad y una nota de humor. Habrá que releer Un testigo perenne y delatado o Un testigo fugaz y disfrazado, para comprobar el fervor de Sarduy por la décima, música tenaz que escuchó de niño por las ventanas de su casa porque esa es la manera natural de cantar en Cuba.

Estos versos son parte de un epitafio: Parco adagio -y agorero-/ para inscribir en su tumba/ -la osamenta se derrumba/ oro de joyas deshechas-/ Su nombre, y entre dos fechas:/ «el muerto se fue de rumba».

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