20 de mayo de 2008   IMPRIMIR   VOLVER AL INICIO
 
CRÓNICA
 

Mitos de la república (final)

Oscar Mario González

LA HABANA, Cuba, mayo (www.cubanet.org) - Lo que venimos oyendo desde hace medio siglo, de inculpar a los americanos por todo lo malo que pasa en la nación, no lo inventó Fidel Castro. Viene desde los inicios de la república y fue difundido por sus políticos e intelectuales. El castrismo, simplemente, se alimentó de eso y lo elevó al rango de política de estado y de precepto ideológico.

La raíz del mal viene desde antes de la república. Nació con el incumplimiento por parte de los Estados Unidos de la Resolución Conjunta que enunciaba el derecho de Cuba a ser libre e independiente. Incumplimiento que se hizo manifiesto con la imposición de la Enmienda Platt a la Constitución de 1901.

Claro, que en la práctica imperialista de la época, cuando la mayor parte del globo terráqueo era colonia o protectorado de alguna potencia, se estilaba anexarse el territorio conquistado. En tal sentido los Estados Unidos eran, quizás,  los imperialistas menos malos de la época. Decir tal cosa era colgarse uno mismo el sambenito de lacayo del imperialismo.; la moda era “echarle con el rayo” a los yanquis.

Según el historiador de la ciudad, Emilio Roig de Leuchsenring, furibundo antiamericanista, los yanquis provocaron la guerra con España cuando los mambises habían derrotados a los españoles. Según Fernando Portuondo del Prado (nada amistoso con los norteamericanos), en el libro que servía de texto oficial para la segunda enseñanza, los cubanos controlaban los campos de Oriente y Camagűey y los españoles el resto del país, al cierre de 1897. Como se sabe la zona occidental era la de mayor peso económico durante la colonia.

El último congreso de Historia de Cuba celebrado en la republica, en 1956, declaraba que para ser buen cubano había que ser antiimperialista. Esto, a pesar de que entre sus miembros había intelectuales de probada vocación democrática como Herminio Portell Vilá, Jorge Mañach y Leví Marrero, entre otros.

Pero quizás sea en la narrativa de la época republicana donde más se percibe este afán de culpar a los americanos por todos nuestros desaciertos. Esto lo vemos no ya en escritores comprometidos con la izquierda marxista, sino en otros cuya filiación al lado de la democracia era confesa.

Para Luis Felipe Rodríguez y para el poeta nacional Agustín Acosta la desgracia de Cuba eran sus ingenios, sus cañaverales y el amo yanqui. Para el ensayista Ramiro Guerra o el investigador Fernando Ortiz el cruce norteamericano en la vida nacional era algo así como una mala pasada de la historia.

Pero ese antiamericanismo anidaba únicamente en la mente de la intelectualidad. El pueblo sencillo y laborioso sin mayores pretensiones y con la mente y los brazos puestos en el mejoramiento y el progreso familiar, nunca se dejó llevar por esta animadversión de los hombres de cuello y corbata, observadores a distancia de la realidad del país y generalmente desde un cómodo escritorio.

El pueblo cubano, pese a todo, no era antinorteamericano. Por el contrario, todos querían trabajar en una compañía estadounidense, entre otras cosas, porque  era donde se pagaban mejores salarios y el obrero gozaba de mayores derechos laborales.

Irónicamente no pocos intelectuales de los que tanto censuraban al yanqui explotador y a sus ingenios y cañaverales, tuvieron que buscar asilo en Estados Unidos donde vivieron en libertad y democracia hasta el final de sus días.

Hoy, lamentablemente, los jóvenes de la última generación formados en el odio y el rechazo a lo norteamericano han desarrollado una desmedida admiración hacia todo lo que provenga del Norte, en detrimento del sano orgullo que debe sentir todo hombre por su tierra y su cultura. La insistencia del estado totalitario por crear un rechazo hacia el modo de vida norteamericano ha tenido un efecto contrario en el nacional y ha originado una subestimación de lo propio por la exaltación de lo foráneo. Ese complejo de inferioridad frente a lo extranjero inducido por el totalitarismo, es una tarea de primer orden a erradicar de la mente y del corazón del cubano. Pero ello habrá de hacerse sin imposiciones u otras formas que vayan en desmedro de la libre voluntad, sino elevando al cubano al plano que por derecho propio le pertenece; promoviendo la democracia y el progreso de modo que revelen la bondad de nuestro pueblo, las bellezas de nuestro entorno natural y  su historia, con luces y sombras, como es propio de todo quehacer humano.

 

 

 

 
 
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