2 de mayo de 2008   IMPRIMIR   VOLVER AL INICIO
 
CRÓNICA
 

Velar por la verdad

Luis Cino

LA HABANA, Cuba, mayo (www.cubanet.org) - El poeta José Mario Rodríguez empezó a morir cuando volaron ediciones El Puente. La  explosión que le costó la patria, los sueños y la vida, se decretó al más alto nivel. El propio Máximo Líder, más en serio que en broma, en la Universidad de La Habana, en 1965, sentenció: “El Puente lo vuelo yo”.

El principal pecado de José Mario y los autores de El Puente fue su intento desesperado e ingenuo de escribir libres. A pesar de sus dudas existenciales, sin desmarcarse de la revolución, intentaron llenar el vacío entre el agotamiento origenista y los panfletos conversacionales de la generación del 50.

José Mario y sus compañeros, cargados de esperanzas y bríos juveniles, iniciaron su viaje por la poesía “en una época donde un mundo empezaba a consumirse/ y había cosas esperando junto al fuego/ la palabra revolución ardía. Entre las brasas, se convertía en dictadura.

Hoy repiten como loros los canonizadores, hipócritas, excluyentes y miedosos, que José Mario fue un poeta menor. Es su pretexto para olvidarlo. No pueden perdonar que mientras ellos se deshacían en loas, genuflexiones y rencillas, un muchacho de Gűira de Melena, con cara de chino viejo y casi siempre con unos tragos de más encima, escribiera poemas desgarradores, costeara de su bolsillo los libros de sus amigos, y como si fuera poco, se ofreciera a velar por la verdad.

De cualquier modo, pésele a quien le pese, nadie puede negar a José Mario y Ana María Simo la proeza que fue publicar 38 libros en los poco más de cuatro años que duró El Puente. Consiguieron hacerlo lejos de los cenáculos del poder (la editorial no se integró a la UNEAC hasta 1964). Al margen de las pugnas por el control de la cultura “dentro de la revolución”. Llenos de sueños y entusiasmo. Sin claudicar ante las presiones y la ponzoña por todos los flancos.

El Puente editó Novísima Poesía Cubana en diciembre de 1962. Incluía poemas de autores exilados, como el emblemático “La Marcha de los Hurones”, de Isel Rivero.  El segundo volumen de la antología, que debió aparecer en 1965, no pudo ser publicado. Tampoco las que preparaban de teatro y narrativa.

En el catálogo de escritores de la editorial abundaban los negros, las mujeres y los homosexuales. Abordaban la marginalidad, el feminismo, la negritud, la santería, la sexualidad. Hoy, en lengua posmoderna, dirían que en El Puente predominaba “la alteridad”. A inicios de los años 60, los comisarios sospechaban a priori  desviaciones ideológicas y morales.

En la editorial publicaron, entre otros, Nancy Morejón, Belkis Cuza Malé, Évora Tamayo, Ana Justina Cabrera, Georgina Herrera, Lina de Feria, Miguel Barnet, Manuel Granados, Nicolás Dorr, José Milián, Gerardo Fulleda León y Joaquín G. Santana.

Varios de ellos fueron a dar al destierro. Los que viven en el reino, algunos rehabilitados con el Premio Nacional de Literatura, prefieren no hablar (lo han confesado) para que nadie recuerde que alguna vez fueron de “la gente de El Puente”.

Sólo el miedo puede justificar un castigo tan terrible para alguien que los vivió, como  negarse a recordar los tiempos hermosos de El Puente. La emoción del primer libro. Las celebraciones por cada nuevo libro, con rones y cervezas, en Wakamba, Carabalí o El Polinesio. Las noches por La Rampa… Miriam Acevedo en El Gato Tuerto, la Lupe en La Red.  El grupo, aún feliz y con sueños, en la Cinemateca, los conciertos del Bola o Elena en el Amadeo, las descargas de jazz del Atelier, las madrugadas en el Malecón.

 Todo eso fue usado contra José Mario inmediatamente después de la visita de Allen Gingsberg. El poeta beatnik norteamericano, barbudo, con gafas, envuelto en un sarape y aún alucinado de la fumata en el DF, llegó de México a La Habana en 1965. Vino como invitado a formar parte del jurado del Premio de Poesía del concurso Casa de las Américas.

Gingsberg conoció a José Mario y a Manuel Ballagas en los jardines de la UNEAC. Se los llevó a su habitación del Hotel Riviera a emborracharse leyendo poemas de Ezra Pound y William Carlos Williams con los discos de Bob Dylan como fondo. La policía política acechaba.

Durante sus días habaneros, Gingsberg abogó por la legalización de la marihuana y el cese de la persecución contra “enfermitos” y homosexuales. Sugirió que a los condenados a muerte, en vez de fusilarlos, los pusieran a trabajar como ascensoristas. Bastó que declarara en Santiago de Cuba cuánto lo erotizaba el Ché Guevara para que lo montaran a la carrera en un avión de Aeroflot rumbo a Praga.   

A José Mario lo acusaron de homosexual y “de andar con extranjeros”. Estuvo 3 meses incomunicado en una celda tapiada. Luego, lo enviaron a un campamento de las UMAP en Camaguey.

El Puente voló por los aires y para sus escritores imperó durante años el ostracismo y el miedo.

Fue el inicio de la larga agonía de José Mario. En febrero de 1968 llegó a España. Tenía 27 años y 7 poemarios publicados. Cuentan que su risa ya nunca fue igual. “No hablemos de la desesperación”, escribió profético en 1961. Lejos de Cuba y sus amigos, la soledad le mordía las manos.

Un amigo lo encontró muerto en su buhardilla madrileña el 29 de octubre de 2002. Más de 40 años antes de yacer en una tumba de Carabanchel, José Mario advirtió que estaba muerto de miedo/ muerto de  mugre, muerto de la mierda/ o muerto del carajo en esta isla.

 

 

 

 

 
 
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