17 de junio de 2008   IMPRIMIR   VOLVER AL INICIO
 

Nefasto y los guerreros

Víctor Manuel Domínguez, Sindical Press

 
LA HABANA, Cuba, junio (www.cubanet.org) - Los historiadores son injustos con los pueblos guerreros. Casados de por vida con hombres y batallas del período helenístico, pasan por alto a otros gladiadores cuya vida es un eterno combate.

Sin omitir que Filipo II y Alejandro III realizaron hazañas que hacen comer las uñas a medio mundo, las luchas libradas por miles de cubanos durante el Período Especial (o revolucionario), son dignas de aparecer  en los anales de la historia bélica universal.

Un ejemplo elocuente se encuentra en mis dos abuelos. El blanco, que guerrea desde el 1965 en los Everglades; y el negro, quien lucha contra el imperio desde un túnel de la calle G.

Adversarios por razones políticas, mis dos abuelos sostienen un combate que no tiene cuando acabar.

Aunque nunca se han tirado una galleta  ni encontrado de frente en más de cuarenta años de confrontación, los niveles de adrenalina y disposición combativa de ambos (según estudiosos del bar-cafetería El cañonazo), no las tenía ni Hatuey.

Mi abuelo blanco, Malo de apellido, llegó en un velocípedo a los pantanos de Florida, y aún hoy, desde una silla de ruedas, combate contra los cocodrilos, los manglares y cuanto matojo que se le parezca a Cuba se ponga a tiro de fusil.

Ha sido una guerra incruenta, pero mortal. Los jejenes y las pulgas americanas padecen de xenofobia y comen hasta papel. Miles de batallas ha librado mi abuelo blanco en la prensa de Florida tras las huellas de un mapa que indique dónde queda su país. Millones de proyectiles han dejado sin brillo las hojas de los manglares y la culata de su escopeta.

Un hombre tan guapo que cruzó el río Quibú sin máscara antigás, gritó ¡abajo la revolución! en un urinario público abandonado, y le dio una patada a una bomba de su gasolinera cuando se la fueron a intervenir, ¡es un guerrero! Por eso lo admiro, respeto y espero verlo algún día si no muere antes en la boca de un caimán.

Pero mi abuelo negro, de apellido Guerra, no se queda atrás en sus hazañas.

Víctima de un derrumbe parcial de su edificio en Centro Habana, tomó las armas de palo que entregan el Día de la Defensa y se alzó en un túnel de la calle G. Desde allí, en su casa-trinchera, otea el rumbo de las naves americanas que, comandadas por mi abuelo blanco, amenazan desembarcar en Cuba desde que él no sabía ni soplarse la nariz.

Lleno de fervor revolucionario, chícharo, arroz y pan, el negro Guerra lucha contra los americanos en un taburete recostado a la pared, mientras escucha en un radio de onda corta (marcaTecsum) las incidencias del béisbol de Grandes Ligas y nuestra serie nacional.

A veces, el segundo domingo de cada mes, deja el pellejo de codos y rodillas por calles y portales haciendo con la boca ¡pum-pum! a los invisibles enemigos.
El túnel es fuerte, la revolución igual, y los enemigos reales o ficticios caen a diario y por decenas en las maniobras de papel desplegadas en el periódico Granma, pues los cubanos sabemos tirar, y tirar bien.

Héroe de la batalla-piñacera de El Guatao. Asaltante del camión de jurel con el último envío del mes, y estratega en la cola para comprar puré de zanahoria teñido con timerosal en la conflagración de los años 90, mi abuelo negro ostenta la medalla Servicios Destacados al Atracón.

Sin embargo, cuando habla de mi abuelo de los Everglades, sólo sabe decir: nada, si el es un guerrero blanco y Malo, yo soy un negro Guerra luchador.

No hay dudas, se atracan mis dos abuelos: uno idiota, el otro también.

 

 

 

 
 
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