1 de julio de 2008   IMPRIMIR   VOLVER AL INICIO
 

Salsa rusa cubana

Tania Díaz Castro

LA HABANA, Cuba, julio (www.cubanet.org) - En las tiendas recaudadoras de divisas de Cuba, donde los productos industriales se venden sin racionamiento, siempre que se paguen en moneda convertible, se vende desde hace algunos meses salsa rusa envasada en pomos de 280 gramos, por el valor de dos pesos convertibles, equivalentes a dos dólares y cuarenta centavos o cincuenta pesos moneda nacional, lo que representa varios días de trabajo, según el salario promedio del país.

Quizás para que nadie diga que los castristas son desagradecidos y han olvidado a los rusos, que los mantuvieron durante treinta años, el Ministerio de la Industria Alimenticia ha comenzado a fabricar esta salsa compuesta de aceite vegetal refinado, vegetales, huevo, vinagre, azúcar refino, tomate, almidón modificado, sal común, salsa mostaza, agua, ácido acético, ajo deshidratado, catsup, ácido cítrico, goma guar, goma xantan, preservante y antioxidante, según reza en la etiqueta.

Se la llama salsa rusa, y como también señala la etiqueta, se fabrica y envasa en una fábrica situada en La Habana del Este, a través de la firma Papas & Co., una marca extranjera conocida internacionalmente por sus famosas papas fritas.

En la etiqueta del pomito, de color rojo bermellón, muy parecido al cinabrio, puede verse una Matrioshka, para que no olvidemos a aquellas célebres muñequitas regordetas de madera, idénticas, con cara de luna llena, pero de diferentes tamaños, que se metían unas en otras y que, convertidas en una sola, representaban lo más popular de la artesanía rusa.

Junto a las Matrioshka todo lo relacionado con el malogrado poder de los soviets ha desaparecido de la memoria del pueblo cubano que, paradójicamente, después de medio siglo de ausencia continúa añorando todo lo americano. Nadie quiere acordarse de ¨ los bolos ¨, como se les decía tal vez despectivamente, del lamentable olor a sofrito que despedían, ni de la rudeza de sus manos al saludar. Yo no quiero recordar, Dios mío, el besote en la boca que me espetó aquella funcionaria moscovita, Elena Soloviova, al bajarse del avión, que me hizo sentir como un gorrión empapado de lluvia en los brazos de un león.

 

 

 

 
 
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