26 de agosto de 2008   IMPRIMIR   VOLVER AL INICIO
 

Dentro del agua

Rafael Ferro Salas

PINAR DEL RÍO, Cuba, agosto (www.cubanet.org) - Acompañado del señor Eliosbel Garriga visité el poblado La Coloma. Es una localidad de pescadores ubicada en la franja sur de la provincia, a 27 kilómetros de la ciudad capital.

Decidimos hacer el recorrido caminando. Es la mejor manera de fijar los detalles de un sitio, pues cuando se hace en un vehículo sólo se observa el paisaje; lo más importante es la gente que lo habita.

En el puerto, al lado oeste, está enclavado el combinado pesquero. Allí se procesan las capturas de los pescadores de la zona. Peces, mariscos y quelonios.

Cerca de la puerta de entrada al combinado observamos dos vehículos policiales.
-Eso ya es parte del paisaje en el pueblo –me explica Garriga señalando a los policías-; es para impedir que se saquen alimentos escondidos.

Llegamos al bar restaurante. Está ubicado en el mismo muelle y se aprecia una vista agradable desde allí. Desde hace tiempo es el único sitio que han tenido los pescadores para disfrutar después de largas jornadas de faena en altamar. Se nos acercan dos hombres. Conocen a Eliosbel. Después de los saludos correspondientes comienza nuestra charla. Uno de los hombres, Anselmo, reflexiona.

-En otros tiempos se podía venir a este pueblo. Ahora es un lugar olvidado de Dios. Ya no vale la pena salir a pescar. Lo que pagan no alcanza para comer. En el combinado hay más “escape” –agrega soltando una sonrisa pícara a sus 64 años.

-Lo veo más difícil, a juzgar por la cantidad de policías que vi a la entrada –le respondo.
-Los policías tienen su precio también. Son cubanos igual que nosotros y pasan hambre –dice Isidro, que todavía trabaja como pescador.

Me cuentan que los ciudadanos vienen desde todas partes a comprar los productos del mar que se pueden sacar de la fábrica eludiendo la vigilancia policial y los constantes registros en la carretera.

-Se le da algo a los policías y puedes cruzar el cerco. Ellos se conforman con cualquier cosa. Lo mismo les da recibir langosta, pescado o dinero. Hay algunos extremistas, pero son los menos –dice Isidro.

Anselmo asiente apoyando lo dicho por su amigo. Se da un trago largo de ron y limpiándose la boca con el dorso de la mano sentencia:

-La culpa de todo ese trasiego clandestino que hay aquí la tiene el mismo Estado. Vivimos en una isla rodeada de agua salada y no se puede comer uno un pescado si no se compra ilegalmente. Esto no era así antes del 59. Yo era un niño, pero me acuerdo. Mi padre era pescador y su trabajo daba para vivir decentemente.

-Estoy al jubilarme –dice Anselmo- y no lo voy a hacer. Si lo hago me muero de hambre, prefiero seguir jugándomela en la venta de todo el pescado y la langosta que pueda sacar de ese lugar. Si me cogen un día, mala suerte, los míos están preparados para cuando eso pase.

Al regreso, comentamos la conversación con Isidro y Anselmo.

-Algunas personas se quejan a veces por los precios de la langosta y el pescado en el mercado negro. No tienen en cuenta el riesgo que enfrentan los que los venden.

-Los que protestan no corren riesgos. Son como peces dentro del agua  –dice Garriga-, y dentro del agua, los peces  nadan muy bien.

 

 

 

 
 
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