El
día en que sacamos a Castro de sus casillas
Wilfredo Cancio Isla. El
Nuevo Herald, 28 de octubre de 2007.
En los insondables archivos históricos
del Consejo de Estado de Cuba deben permanecer
guardadas para la posteridad las grabaciones de
una singular reunión de estudiantes universitarios
con Fidel Castro y la máxima plana gubernamental,
ocurrida hace exactamente 20 años.
Si en un futuro de cambios políticos en
la isla se nos diera a los cubanos la hipotética
opción de revisar y rescatar --a la manera
del filme alemán The Life of Others (2006)--
documentos, expedientes secretos y fichas fabricadas
por la inteligencia castrista, me interesaría
obtener una copia de aquel acontecimiento habanero
que conmocionó el ámbito académico,
destrozó compromisos ideológicos
y transformó para siempre el modo de pensar
de muchos de mis colegas actuales, por entonces
profesores y alumnos en la Facultad de Periodismo
de la Universidad de La Habana.
Por supuesto que también marcó
definitivamente mi pensamiento y mis pasos posteriores.
Me gustaría conservar esa filmación
del 26 de octubre de 1987 como un colosal testimonio
de manipulación política, acaso
de utilidad para comprender una etapa cubana poco
estudiada y menos entendida. Pero también
para preservar en imágenes los comportamientos
de una generación que transitó agitadamente
del idealismo al descreimiento.
Fue una batalla campal de más de 12 horas
en un salón de actos del Consejo de Estado.
El Líder Máximo, el entonces gurú
ideológico Carlos Aldana y otras connotadas
figuras de la nomenclatura castrista, recibieron
a 276 estudiantes de Periodismo y sus profesores
para sostener una conversación sobre el
papel de la prensa ante las difíciles condiciones
que enfrentaba el país.
A la audiencia se sumaron como invitados todos
los directores de órganos de prensa nacionales.
Pero las reglas habían sido fijadas de
antemano: sólo podrían pedir la
palabra y expresar sus ideas los estudiantes.
En fin, un ''debate abierto entre revolucionarios''
celebrado a puertas cerradas.
Eran los días de efervescencia de la perestroika
y el glasnost soviéticos, cuyos ecos retumbaban
en la vida cubana para preocupación de
la élite gubernamental. En los sectores
intelectuales se vivía una intensa expectativa
de cambio y hasta La Gaceta de Cuba había
intercalado en sus páginas una sugerente
sección (''Un Pérez en troika por
la perestroika'') con noticias de las radicales
transformaciones en marcha bajo el liderazgo de
Mijaíl Gorbachev. Todavía circulaban
en el país las publicaciones como Sputnik
y Novedades de Moscú, verdaderos termómetros
del viraje ocurrido en la prensa soviética
y prohibidas ambas en Cuba en 1989.
Las inquietudes latentes en la Facultad de Periodismo
llegaban ya más allá de sus muros,
con críticas que comenzaban en el obsoleto
plan de estudios (con varias asignaturas copiadas
del programa de la Universidad Lomonosov) y terminaban
siempre fustigando la atrofia del modelo comunicativo
y la imposibilidad de encauzar nuevas alternativas
de información en la sociedad cubana.
Los estudiantes no ocultaban las alusiones entusiastas
a los procesos que tenían lugar en el Este
europeo ni sus simpatías por las expresiones
artísticas que mostraban el rostro de los
cambios en marcha o desmontaban autocríticamente
acontecimientos del pasado. Eran los días
en que el documental antibelicista ¿Es
fácil ser joven? provocaba un verdadero
desbordamiento de público en La Habana,
y obligaba a los jerarcas partidistas a retirarlo
de la programación de una semana de cine
soviético para presentarlo luego en televisión
con un comentario de ''orientación ideológica'',
según los designios de Carlos Aldana.
La reunión de Periodismo terminó
siendo un laboratorio de ensayo sobre cómo
lidiar con las irreverencias de la nueva generación
en un momento crucial para el apuntalamiento ideológico
de una revolución que aún se decía
heredera de las tradiciones socialistas. Un colega
la calificó como la otra ''Revolución
de Octubre'' y no estaba desacertado en su sentencia.
Después se sucedieron otros foros juveniles
de alta temperatura en presencia de Castro, como
el de la Asociación Hermanos Saíz
en febrero de 1988, pero ya las coordenadas estaban
delineadas y las respuestas previstas.
La cita de octubre de 1987 sobrevino de forma
urgente, luego de una intensa discusión
de la obra teatral La opinión pública
en la sede de Teatro Estudio. El espectáculo
se inspiraba en un texto rumano, adaptado libérrimamente
a la situación cubana para burlarse de
los problemas de actualidad. Raquel Revuelta me
pidió conducir el debate abierto tras la
presentación, que tuvo como invitado de
primera fila al entonces presidente de la Unión
de Periodistas de Cuba (UPEC), Julio García
Luis.
Las andanadas críticas de los estudiantes
fueron el detonante para que la élite gubernamental
se decidiera a propiciar aquel encuentro estratégicamente
calculado. La orientación llegó
pocos días después al decanato de
la Facultad: recoger en las aulas las inquietudes
de los estudiantes y enviarlas a manera de preguntas
para el Departamento de Orientación Revolucionaria
(DOR) con el fin de preparar una sesión
de debate con dirigentes partidistas y funcionarios
estatales en los predios de la Universidad de
La Habana.
El claustro de Periodismo jugó limpio
y envió 96 preguntas elaboradas por los
estudiantes sobre los más álgidos
temas tabú del momento, desde la prostitución
y las drogas como fenómenos emergentes
hasta la inutilidad de las guerras internacionalistas
y las manifestaciones de culto a la personalidad
que se deslizaban a diario en la prensa cubana.
La sinceridad del cuestionario resultó
un bumerán para la institución docente.
La dirección política se sintió
ofendida por los cuestionamientos y lanzó
la alarma sobre los ''graves problemas ideológicos''
que afectaban a los futuros periodistas. Las preguntas
fueron circuladas entre los miembros de los consejos
de Estado y de Ministros y un buen día
se nos informó que el encuentro había
cambiado de sitio: sería en la sede del
Comité Central y bajo estrictas medidas
de control sobre los asistentes.
Ese día comparecimos todos allí,
alumnos y profesores, con la ingenua convicción
de que podíamos influir en los cambios
aplazados en el país. Sin embargo, la suerte
estaba echada desde el comienzo.
Usando una expresión del novelista Antonio
José Ponte, fue la repetida historia de
alentar las opiniones discrepantes para terminar
reprimiéndolas. Tirar de las lenguas para
cortarlas mejor.
Cuando el telón se levantó, Aldana
apareció sentado en el escenario junto
a otros dirigentes gubernamentales y universitarios.
Toda la primera parte transcurrió sin mayores
sobresaltos, con respuestas esquivas y artilugios
verbales de Aldana para responder a varios temas
del cuestionario.
Después vino la tempestad, que nos empapó
a todos. Al reanudarse la charla, Castro apareció
en la presidencia y justificó su llegada
argumentando que alguien de su equipo asesor le
informó de una interesante reunión
estudiantil allí y decidió pasar
un rato por simple curiosidad. Al calor de las
discusiones que se suscitaron en las horas siguientes,
mientras un Castro airado mencionaba puntualmente
intervenciones de la sesión inicial, nos
percatamos de la burda mentira: el hombre que
ahora nos hablaba en tono paternal y sentencioso
tenía pleno conocimiento de los más
mínimos detalles de aquella encerrona oficial,
e incluso había seguido por las cámaras
de circuito cerrado todo lo acontecido antes de
su arribo.
Las imágenes de aquellas horas vienen
ahora a mi memoria como cuadros superpuestos de
una película de Sam Peckinpah. No conservo
apuntes, porque en algún momento de la
jornada dejé de tomar notas para concentrarme
en mirar los rostros de la audiencia. Unas palabras
desafiantes de un alumno que terminó pidiéndole
que lo dejara hablar, ''que no lo interrumpiera
al modo de un padre que no quiere escuchar a sus
hijos'', sacó al dictador de sus casillas
como nunca los presentes pensamos verle nunca.
Castro dio un golpe sobre la mesa y dijo que lo
dejaría hablar, pero amenazó con
retirarse de la asamblea si no le dejaban expresar
ciertos puntos necesarios.
Otro estudiante aludió a un supuesto titular
del diario Granma que atribuía a Castro
la donación de un central azucarero a un
país centroamericano. Nunca supimos cómo
pudo ser, pero en menos de un minuto un asistente
se apareció en escena con la hoja del titular
aludido para corregir la equivocación:
''Dona Cuba central a Nicaragua''. Una aguerrida
militante trató de aligerar la tensa atmósfera
con una frase que resultó una verdadera
pedrada en el rostro de Castro: "Caballeros,
aquí estamos tratando el caso de Fidel
como si fuera el de Kim Il Sung y no es lo mismo''.
Era demasiado para un hombre acostumbrado a las
frases cómodas de quienes le rodean. Recuerdo
aún las caras de desasogiego de Aldana
y la ira manifiesta del asistente personal de
Castro, el medico José ''Chomy'' Millar,
el nerviosismo de otros dirigentes de la mesa,
la incertidumbre que se apoderó de casi
todos. También las lágrimas de varios
estudiantes que se me acercaron en uno de los
recesos, sin que mediaran palabras para comprender
la profunda decepción que sentían.
Ese fue el día en que muchos jóvenes
dejaron de creer para siempre.
El colofón se produjo a partir de una
pregunta de Amir Valle Ojeda, hoy un escritor
que ha tomado el camino del exilio en Alemania,
quien trató de salvar el monumental fiasco
de la noche con una sugerencia plausible: "Compañeros,
sería imperdonable que dejásemos
pasar esta oportunidad sin que Fidel nos diga
que piensa él de la perestroika y los cambios
que están dándose en la Unión
Soviética''.
Castro tomó el micrófono para poner
fin a los infortunios de la noche y --como es
costumbre en reuniones con su presencia desde
1959-- ejercer el derecho a la última palabra.
Casi nada trascendió entonces de aquel
suceso de miedo, a no ser por las versiones contadas
por los participantes. Los pormenores de la reunión
con Castro corrieron al día siguiente a
lo largo del país mediante las vías
más efectivas de comunicación que
han tenido los cubanos en casi cinco décadas:
las confesiones personales, la conversación
de esquina, el chismorreo de pasillo, el cuento
del vecino. Ni el disciplinado diario Granma,
ni los noticieros radiales y televisivos, dieron
cuenta de lo ocurrido, por razones propias de
un modelo totalitario de prensa: la información
sólo es bien recibida, transmitida y aceptada
si contribuye a los intereses de ejecución
de la política.
La reunión había resultado demasiado
peturbadora como para convertirla en un tema de
interés propagandístico desde la
perspectiva del poder político.
En las semanas siguientes, la Facultad de Periodismo
vivió sus momentos más terribles.
En las primeras horas del siguiente día,
un enjambre de encuestadores del Equipo de Opinión
del Pueblo se atrincheró en la institución
para recoger las opiniones de los estudiantes
sobre el suceso de la víspera. Fue apenas
la clarinada de un exaltado proceso de análisis,
purgas y ajustes de cuentas en las instancias
universitarias y los colectivos estudiantiles.
Una tarde, la decana Lázara Peñones
recibió la visita de una antigua amiga
que venía a confesarle que en las altas
esferas del Comité Central le habían
propuesto sustituirla.
Aún ensoberbecido por el desafío
estudiantil, Castro hizo referencia en una reunión
partidista a lo sucedido con la Facultad de Periodismo
y llamó ''mojonetes'' a los jóvenes
que intentaron cuestionarlo. Una versión
en video sobre los hechos comenzó a distribuirse
y analizarse en los núcleos partidistas,
mientras en la Facultad de Periodismo continuaban
asambleas nocturnas de análisis y aclaraciones,
con la presencia de Aldana.
No cerraron la institución, pero las conclusiones
eran de esperarse: tanto estudiantes como profesores
necesitaban acercarse más a la realidad
del país y conocer los ''reales'' problemas
del pueblo, lo que derivó en sistemáticas
jornadas laborales junto al contingente constructivo
''Blas Roca Calderío'' y en los campamentos
agrícolas del sur de La Habana.
La vida terminó dispersando a muchos de
los participantes en bandos diversos. Unos sirviendo
en las oficinas del Consejo de Estado, dirigiendo
la Mesa Redonda de la televisión cubana
o repitiendo directrices oficiales que los han
encumbrado en puestos políticos. Otros,
repartidos por el mundo, en Francia, en España,
en Miami.
Tal vez ahora que está destapando sucesos
pretéritos y acomodando la historia a su
gusto, Castro nos sorprenda con una reflexión
sobre ese día de octubre de 1987 en que
un grupo de jóvenes universitarios hallaron,
sin proponérselo, la vulnerabilidad y la
senectud de un hombre aferrado al poder.
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