Derechos
humanos
MERCEDES SOLER
Mucho se oye hablar de los derechos humanos. La frase casi se ha
convertido en cliché, en una idea abstracta que nos garantiza
igualdades y en la que poco pensamos en Occidente porque no tantos
necesitamos acudir a ella. Esta semana me di por tarea leer los
treinta artículos de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, redactados por la Asamblea General de las Naciones
Unidas en el 1948. Es un documento simple, que va al grano y que,
a pesar de haber sido adoptado por la mayoría de los países
desarrollados, sigue siendo comúnmente obviado.
Lo hice tras leer el artículo en este periódico
el martes pasado titulado Entregan la Medalla Presidencial de la
Libertad a Biscet. Pensé en el médico cubano Oscar
Elías Biscet, no por primera vez, y lo que representará
para su alma este reconocimiento. Traté de imaginar su rostro
al recibir la noticia dentro del entorno en que la acogería.
Aunque en una época visité un puñado de prisiones
para realizar entrevistas, inclusive prisiones de máxima
seguridad, en EEUU y América Latina y todas son terribles,
no logro imaginar el Combinado del Este. Es ahí donde se
encuentra recluido Biscet. Me vienen a la mente las imágenes
tétricas del documental Nadie escuchaba y otras fotos de
dedos huesudos que suplicaban por las rendijas de celdas tapiadas,
gavetas de castigo infrahumanas, que se tomaron en una cárcel
vieja, mohosa y hedionda que ni siendo demolida dejaría de
representar tanta tiranía. Me estremece componer el cuadro
de este médico enfermo en tan asfixiante panorama, precisar
lo que debe ser hoy su apariencia desnutrida, producto del abuso
constante, arbitrario e injustificado impuesto no sólo a
él, sino a tantos hombres y mujeres cubanos que únicamente
buscan hacer cumplir lo que es su derecho.
Porque el Dr. Biscet sólo me lleva unos cuantos
años de edad no se me hace demasiado difícil identificarme
con su causa y con su caso. Sí me costaría ponerme
a su altura. Me desconsuelan las preguntas que su figura exige extraigamos
de nosotros mismos. ¿Tendría yo el coraje, la tenacidad,
el convencimiento para sacrificar mi salud, mi bienestar y el de
mi familia en una lucha por mis derechos humanos? ¿Hubiese
estado dispuesta a enfrentarme al aparato represivo de un gobierno
comunista para denunciar abusos laborales y prácticas médicas
que discrepan con mi ética moral? ¿Me atrevería
a crear una fundación que abogue por la democracia en un
país que se ha olvidado de soñarla? La respuesta sincera
es no. Ni soy tan valiente ni tan abnegada. Especialmente analizado
desde fuera, desde el punto de vista de mi vida bella, alegre y
hasta cierto punto fácil. ¿Para qué ponderar
el aislamiento, el hambre, los ideales ante un atropello a la dignidad
del hombre, por muy descarnado y desolador que sea el caso, si no
me toca más de cerca?
No pretendo responder a mis propios planteamientos
retóricos. Sólo puedo admirar, desde mi comodidad
incómoda, la integridad de hombres libres como el Dr. Biscet,
reverenciar el valor de nuestros guerreros pacíficos para
impartir lecciones, ilustrar sinrazones y despejarnos el camino
al resto, las masas, los despreocupados.
El Dr. Biscet ha dicho que practica las teorías
expuestas por el Dr. Martin Luther King Jr., el Dalai Lama y Gandhi.
Al igual que Gandhi se ha enfrentado a poderes malvados con desgastadoras
huelgas de hambre, utilizando su cuerpo como escudo ante la infamia.
¿Y para qué? No lo hizo para recibir la más
alta condecoración que le entrega el gobierno de los Estados
Unidos a un civil. Ni para que sacaran su foto en la primera página
de un periódico. Desafió a un gobierno entero porque
está en su derecho.
No debe ser fácil estar atado a tan fuertes
convicciones; abogar no sólo por uno mismo o una idea, sino
por los derechos de todo un pueblo. Mucho menos cuando tantos que
se beneficiarían de sus gritos de libertad ni los entienden,
ni los apoyan, ni los reconocen; y aún sabiéndolo
no permitirse claudicar.
La esposa de Biscet recibió noticia de la
distinción otorgada al médico en la Casa Blanca y
agradeció el ''reconocimiento a nuestros presos políticos''.
La palabra ''nuestros'' debería calarnos profundamente. Son
sin duda nuestros hermanos los que, inquebrantables, dan la cara
por defender los derechos que tantos damos por ganados desde hace
medio siglo.
Son ellos los grandes pensadores, los poetas, los
líderes, los que periódicamente se alzan para recordarnos
que la batalla no ha sido ganada, que como seres humanos seguimos
albergando odios e impulsos repulsivos, que seguimos permitiendo
la opresión indiscriminada, aunque colectiva y civilizadamente
pretendamos enarbolar principios e ideales nobles. En realidad somos
nosotros los que debemos darle las gracias al Dr. Biscet por forzarnos
a ser honestos, aunque sólo sea con nosotros mismos.
mercedesenelnuevo@gmail.com
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