Unidos
por una r�faga de AK-47
Lázaro González
Valdés, ex prisionero de conciencia. Semanario
a Fondo, 25 de mayo de 2005.
Se llamaba Virginia Herrera Brito. Era morena
y tenía unos treinta años de edad.
Nació, vivió y murió en la
barriada de Mantilla ubicada en la capital de
Cuba. Fue empleada de la oficina situada en la
calle Paco, barriada Víbora Park, donde
se pagan las multas que imponen los funcionarios
comunistas del municipio Arroyo Naranjo. No soy
familia suya. Tampoco la conocí pero su
muerte me unió a ella para siempre. Soy
quien investigó y denunció su asesinato.
El capitán de la policía política
(G-2) de apellido Cortina ordenó sacarme
del calabozo sin agua corriente ni luz eléctrica
donde estuve tres días incomunicado y durmiendo
en el piso de concreto junto a ocho delincuentes
comunes.
"Lázaro González Valdés,
te encuentras en grave problema" -amenazó
Cortina sin esperar a que me sentara en una de
las dos sillas atornilladas al suelo del cuarto
de interrogatorios de la estación policial
ubicada en el reparto Poey.
"¿Cuál es ese problema?"
-cuestioné.
"No te hagas el ingenuo, tú sabes
que la mal llamada Radio Martí sigue repitiendo
la mentira que grabaste para esa emisora enemiga".
"¿Qué mentira? ¿Qué
enemigo?" -inquirí recordando la conveniencia
de responder con preguntas a los interrogadores.
Cortina no siguió mi juego y fue conciso:
"Divulgación de noticias falsas con
el propósito de dañar la imagen
internacional de la revolución implica
años de prisión. Esta vez me encargaré
personalmente de que te juzguen y condenen con
severidad a menos que…"
Capté instantáneamente la insinuación
pero no pude rebatirla porque el del G-2 prosiguió
con su exposición intimidante.
"A menos que confieses por escrito tu delito
pues contra revolucionarios como tú, antisociales
como tú, deberían ser fusilados
para evitarle problemas al estado" -sentenció
Cortina quitándose los espejuelos y colocándolos
sobre la mesa que nos separaba, la cual también
estaba atornillada al piso.
"Fusilar a quien denuncia un crimen es ponerse
al lado del criminal" -dije lentamente al
tiempo que imaginaba el regreso al calabozo de
tres metros cuadrados donde los excrementos y
orines humanos provenientes de la letrina repleta
se mezclaban al correr por el suelo para herir
con saña el olfato de los detenidos.
"¡Eres un falta de respeto! La revolución
debería autorizarme a meterte un disparo
en la cabeza" -chilló Cortina sacando
su pistola Makarov, la que cargó antes
de apuntarla hacia mí.
No dije nada. Sólo atiné a mirarlo
fijamente. El policía tenía hinchadas
las venas del cuello. Su mirada metía miedo.
Respiraba ruidosamente. Este individuo mataría
si se lo ordenan. Sentí sus ganas de matar.
"¿Qué vas a hacer, Lázaro
González Valdés?" -cuestionó
Cortina poniendo la Makarov sobre la mesa pero
sólo donde él podía alcanzarla.
"Voy a escribir la confesión que
usted quiere" -respondí.
El capitán levantó su cuerpo sexagenario
de la silla, salió de la habitación
y regresó con un bolígrafo y unas
hojas blancas de tamaño legal.
Escribí la fecha, 29 de Julio de 1994,
y debajo la frase "A quien pueda interesar".
Me detuve.
"Voy a confesar, pero con una condición".
"¿Cuál?"
"Que usted me pare delante a Virginia Herrera
Brito".
"Eso es imposible porque ella está
muerta" -indicó Cortina.
"¿Cuál fue la causa?"
"Tú la sabes. Un accidente".
"Usted llama accidente a morir por una ráfaga
de fusil automático AK-47".
"Los hechos no ocurrieron como tú
dijiste por la enemiga Radio Martí".
"Dígame usted cómo ocurrieron"
-indagué
"Un soldado estaba de guardia, se le disparó
el arma y desgraciadamente impactó a la
mujer quien había entrado a la unidad militar
sin autorización. Admite que calumniaste
a la revolución y a lo mejor te puedo ayudar
a salir del problema" -declaró el
oficial del G-2.
Guardé silencio. Rememoré que una
fuente confiable del Partido Pro Derechos Humanos
de Cuba (PPDHC) me avisó el 23 de julio
de la muerte de Virginia Herrera Brito en la finca
de auto consumo que el Ministerio de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias (MINFAR) tiene en la carretera
de El Lucero, donde Virginia, otra vecina de la
zona y cuatro niños le pidieron permiso
al soldado de guardia para recoger algunos mangos.
El militar los autorizó a entrar en la
finca advirtiéndoles que sólo podían
recoger los frutos que se hallaban en el suelo.
Las dos mujeres y los menores cumplieron con este
requisito pero cuando estaban terminando de recolectar
mangos apareció otro militar quien los
regañó por estar dentro de la propiedad
del MINFAR. Fue entonces que Virginia le dijo
al oficial que estaban allí autorizados
por el soldado de guardia en la entrada. El hombre
no la escuchó y le gritó: "¡Cállate,
negra de mierda, si no te voy a callar yo!".
Cuando terminó de ofender verbalmente a
Virginia, el militar cargó el fusil y le
disparó una ráfaga que le reventó
ambos senos a la mujer quien murió al instante.
"Admite que calumniaste a la revolución
y a lo mejor te puedo ayudar a salir del problema"
-repitió el capitán Cortina golpeando
la mesa con el canto de su mano derecha como acostumbran
los karatekas.
No dije nada. Seguí recordando el trabajo
que me costó convencer a la vecina de Virginia
para que testimoniara sobre el asesinato. Le dio
un ataque de nervios cuando saqué la grabadora,
pero por fin pude obtener la información
de fuente confiable como es ella, uno de los sobrevivientes.
También escuche la versión de uno
de los niños. Por su parte la familia de
Virginia no colaboró en nada. Estaba aterrorizada.
Luego vino la odisea de comunicarse con Antonio
Tang Báez por teléfono en Canadá
para que este activista le hiciera llegar el reporte
a Radio Martí y otros medios. No fue fácil
porque éramos objeto de una oleada represiva
desde que el 13 de julio activistas del PPDHC
investigamos y denunciamos el hundimiento del
remolcador 13 de Marzo. Los pocos teléfonos
con que podíamos contar para estas llamadas
habían sido desconectados a pesar de que
el servicio estaba pago. Los dueños de
los teléfonos también estaban bajo
represión del G-2. Sin embargo, se abrieron
nuevas puertas y pude denunciar el asesinato de
Virginia Herrera Brito el 25 de julio. Al otro
día me arrestaron.
"No puedes calumniar a la revolución,
dañarla internacionalmente y quedar impune"
-sentenció el oficial del G-2.
Aquello era el colmo del cinismo.
"Si me trae a Virginia Herrera Brito viva
y me la para delante yo confieso que difamé
a la revolución esa de la cual usted me
habla" -repliqué.
La cara de Cortina enrojeció considerablemente.
Al parecer accionó algún dispositivo
electrónico porque se presentaron dos policías
y me tomaron por los brazos para regresarme al
calabozo.
"¡Tú vas a saber lo que son
derechos humanos!" -gritó el capitán
del G-2 cuando me sacaban del cuarto de interrogatorios.
Horas después fui liberado sin cargos.
En tres días de encierro contraje cinco
enfermedades: infección renal, gripe, amigdalitis,
pediculosis y sarna.
Cortina siguió arrestando arbitrariamente
activistas del PPDHC y de otras organizaciones.
Su crueldad le consiguió el ascenso al
grado de mayor en febrero de 1996 por dirigir
acciones represivas contra los integrantes del
Concilio Cubano. Algunos de sus subalternos hoy
por hoy son funcionarios (aparentemente civiles)
de corporaciones castristas que comercian con
empresarios extranjeros.
La ráfaga de AK-47 que asesinó
a Virginia Herrera Brito me unió a ella
para siempre. Cada año, cuando se acerca
julio, trato de imaginar inútilmente el
rostro de la morena de Mantilla que nunca conocí.
Quizás me lo deje ver cuando le hagan justicia.
Entretanto, revelo esta historia para dejar constancia
de otro asesinato del partido comunista…
para honrar la memoria de esta compatriota.
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