PRENSA INTERNACIONAL
Junio 30, 2004
 

Cuba, la transición y su carta política (II)

Luis A. Gomez-Domínguez. El Nuevo Herald, 30 de junio de 2004.

Al reflexionar sobre los cambios constitucionales en la Cuba del futuro habrá que tener en cuenta lo que nos enseña el derecho comparado y sobre todo la experiencia de nuestros países.

Las naciones latinoamericanas cambiaron y volvieron a cambiar las constituciones elaboradas al advenimiento de su independencia porque sus sociedades eran inestables, crearon estados inestables y un permanente problema de gobernabilidad que dura todavía y ha retrasado su progreso. Se tiene por un axioma que no hay desarrollo económico sin estabilidad política y social, libertad individual y seguridad de las personas; sin ese saber a qué atenerse, que no existe en un buen número de países latinoamericanos ni lo tendremos en la Cuba postcastrista si empleamos el precioso tiempo de los primeros años de la transición tratando de reinventar lo ya inventado y nos enfrascamos, sin una clase política ya establecida, en una asamblea constituyente de discursos embotellados de aspirantes al poder. El problema más grave será determinar el tamaño del Estado y los ajustes administrativos que conlleva la desaparición de ese Behemoth que es el estado totalitario.

¿Nos damos cuenta acaso del poder de los intereses creados a lo largo de 45 años en cada espacio de la vida pública del país? Suele ser dañino el pesimismo, pero un optimismo panglossiano, galopante e irracional dará lugar por tercera vez a nuestro fracaso como nación. La experiencia histórica señala que sería más sensato, al principio de un gobierno de transición, llevar al texto de la constitución de 1940 modificaciones limitadas, congruentes con la nueva realidad nacional, asegurando las libertades democráticas y evitando desigualdades y prejuicios inaceptables. Una Cuba cordial, como la que tuvimos en el pasado, será el gran objetivo espiritual de nuestro pueblo.

Los cambios constitucionales serían, unos, de carácter orgánico, funcional; otros de naturaleza jurídico-política, como el declarar que las garantías individuales que se consagran son de derecho natural, anteriores a la existencia misma del Estado, y no derechos subjetivos públicos, como los que hoy resultan de su texto. Se exigirá en la cláusula de reforma la consulta y aprobación por vía del referéndum, un año después de ser propuesto cualquier cambio en estos derechos, a fin de que en este intervalo de tiempo se haga conciencia sobre los propósitos implicados. Este principio sería un valladar a las tiranías, que empiezan limitando o cercenando las garantías constitucionales de libertad de prensa, palabra, reunión, culto, libertad de trabajo, respeto a la propiedad, a la seguridad personal y a las decisiones de los tribunales. Estos cambios, pueden ser introducidos en la Constitución de 1940 Reformada y favorecerían su actualidad, ésa que le niegan los que desdeñan o ignoran el derecho constitucional moderno.

Las constituciones democráticas por sí mismas no impiden grandes males de la vida pública, como el golpe de estado o los gobiernos demagógicos o corruptos, pero son las fuentes del principio de legitimidad, y a éste no sobreviven los gobiernos despóticos o arbitrarios. Su violación empuja al ciudadano a la desobediencia civil y excita la lucha contra la injusticia.

La Constitución de 1940 vino a ser posible siete años después de la caída de Machado, cerró el ciclo revolucionario de los años 30, recogió las aspiraciones de las generaciones siguientes a la de los ''generales y doctores'' y fijó los cambios jurídicos y políticos de la época. Esta secuencia histórica es muy probable que se repita si tenemos en cuenta las tendencias de la naturaleza humana.

Una nueva constitución para una IV república tendría efectos jurídicos y políticos semejantes, pero también sería necesario el transcurso de un tiempo razonable, un período de maduración de la conciencia pública, probablemente unos cinco años, a fin de que el país se pacifique y se mitiguen el odio acumulado y los deseos de venganza. Después de la desaparición del castrismo, tendrá que venir poco a poco, como ocurrió después de la caída de Machado y ha ocurrido siempre, la añorada reconciliación, la la confianza en las instituciones, en los nuevos hombres y en las virtudes de la nación. Una nueva constitución que restablezca la paz y la confianza en Cuba no puede ser un parto de la improvisación y la revuelta, sino una hazaña del sentido común, del espíritu de compromiso y de la racionalidad política de los cubanos. Pero no lo olvidemos: las nuevas generaciones, apuradas siempre en llegar a las nuevas situaciones de poder, renunciarán a la violencia y a los cambios revolucionarios sólo en la medida en que vean las ventajas del cambio evolutivo y democrático. Más de una vez la paz ha resultado un verdadero milagro, pero milagro o no, la paz sólo se puede alcanzar con el estado de derecho que nos traería una constitución aceptada por la mayoría de los cubanos. Temamos en la nueva Cuba tanto a los hombres iluminados como a los analfabetos de la política, hartos siempre de audacia y ambiciones, para quienes en el populismo, la demagogia y la mentira está la ciencia del poder. Y, escoba en mano, limpiemos primero los establos de Augías, la podredumbre del legado castrocomunista, ese lastre que aspira a perpetuarse con la transición a la democracia y que, si somos ingenuos, podrá hundir de nuevo a nuestra nación. ¡Vade retro a los epígonos de Castro y a los aficionados a sus ideas o sus métodos!

Escritor, ensayista, doctor en derecho y licenciado en ciencias políticas; trabaja como economista y cumplió quince años en las cárceles del castrismo como preso de conciencia.

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