PRENSA INTERNACIONAL
Junio 14, 2004
 

Un mito miamense

Ramón A. Mestre, El Nuevo Herald, 12 de junio de 2004.

La semana pasada me abordó un crítico despiadado del exilio cubano. Inspirado por los gases emitidos en la cumbre económica local y las conclusiones de un informe del Brookings Institute que nos advierte sobre la disminución de la clase media en Miami-Dade, el crítico me aseguraba que la historia del aporte cubano al desarrollo del gran Miami era un ''mito''. ''Los cubanos'', sentenciaba, 'solamente hemos contribuido al deterioro de esta ciudad. Hemos ayudado a crear una 'república bananera' que espanta a los americanos capacitados. Miami hubiese crecido maravillosamente bien sin nosotros. Hoy sería más rica, estaría mejor gobernada''.

Mi interlocutor dice esas cosas porque le ha cogido el gusto a un potente cóctel. Una mezcla de lugares comunes, falsedades y resentimientos. Provoca una borrachera que dura años. Es un estado de ebriedad que no admite ni la evidencia ni la razón crítica. En más de una ocasión he intentado señalarle a este señor intoxicado que su visión de Miami ignora la historia del sur de la Florida. Se hace eco de un mito, el del paraíso miamense destruido por una turba cubana fortalecida por ganancias ilícitas y miles de millones provenientes de la CIA y el Small Business Administration. Se hace eco para responderle a otro mito, el del milagro cubano que transformó un pobre pueblo de campo en "la capital de América Latina''.

Para responderle a esta mistificación, conviene recurrir a ciertos hechos históricos. Por ejemplo, si hoy Miami-Dade se asemeja, para usar la banalidad difundida por el profesor Darío Moreno de FIU, a una ''república bananera'', entonces podemos decir que poco antes de los inicios del exilio cubano el sur de la Florida tenía rasgos de una corrupta república africana poscolonial. ¿A qué rasgos me refiero? A saber, ese Miami padecía índices de pobreza bastante altos. Estafadores de marca mayor, vendedores de tierras pantanosas, formaban parte de la elite municipal. Era un sitio cuyas tribus indeseables, en el caso de Miami los afroamericanos y judíos, estaban condenadas a la marginación.

En Dade mandaban pandillas criminales. El Miami de los años 20 y 30 estaba controlado por los narcos de la época, los contrabandistas de bebidas alcohólicas. Controlaban a policías, jueces, alcaldes, banqueros, empresarios. Por eso Al Capone decidió fijar su residencia aquí. Aunque en público algunos alcaldes repudiaban su presencia, en privado hacían negocios con éste y otros mafiosos. De hecho, la mafia se adueñó de varios hoteles y casinos en Miami Beach y estableció sus cuarteles de invierno en la playa. La Cosa Nostra de Cleveland financió grandes obras de construcción en Coral Gables y delincuentes canadienses compraron el hipódromo Tropical Park antes de vendérselo a aliados de Meyer Lansky y Al Capone. Vaya Paraíso.

A mediados de los cincuenta, tras las batidas impulsadas por el senador Estes Kefauver, los delincuentes y sus aliados políticos adoptaron tácticas más discretas. Aún así, en comparación con otras ciudades floridanas del llamado Sun Belt estadounidense (los 17 estados al sur del paralelo 37 que recibieron el grueso de los beneficios del auge de la posguerra), el crecimiento económico de Miami fue modesto. En 1959, la zona metropolitana era poco más que un balneario que se enfilaba hacia la decrepitud, pues sin casinos de juego no podía competir ni con Las Vegas ni con varios destinos turísticos del Caribe, entre ellos La Habana. Modifico lo dicho: era poco más que un balneario en decadencia, el apéndice de una aburrida zona urbana que vivía de una base aérea, dos aeropuertos financiados por el gobierno federal y un número decreciente de turistas y jubilados.

Además, a principios de la década de los 60, cuando comenzó la llegada masiva de los exiliados cubanos, otro factor ensombrecía el futuro económico de Miami: el anuncio de que Disney construía un colosal parque de atracciones en Orlando. Los exiliados cubanos echaron por tierra los lúgubres vaticinios de líderes miamenses temerosos de los golpes mortales que Disneymundo estaba a punto de infligirle a la economía local. No voy a caer en la mentecatez de afirmar que los cubanos salvamos a Miami. Si no se consolida una dictadura totalitaria en Cuba, con Disney o sin Disney, Miami-Dade hubiera crecido, al igual que las demás urbes floridanas. Pero su crecimiento hubiera tenido otras características. Con todo, proclamar, como hace mi interlocutor irracional, que los cubanos no han hecho un aporte positivo al desarrollo del gran Miami es un disparate.

En el otro extremo se encuentran los exiliados que creen que han sido la causa suficiente de ese desarrollo (una causa suficiente es adecuada en sí misma para causar un efecto. No hace falta que otro factor se asocie a ella.) No es así. Pero nuestra llegada sí fue una causa necesaria de la dirección y naturaleza del crecimiento miamense a partir de 1960. (Una causa necesaria es un acontecimiento que debe preceder a otro para que este último ocurra.) Si no es por el talento, los valores, la motivación y el capital social de los exiliados (y las barbaridades cometidas por la mafia castrista, un artífice de la fuga de capitales latinoamericanos que se depositaron e invirtieron aquí), el gran Miami no sería la misma estimulante ciudad bicultural, el mismo refugio esperanzador para exiliados y emigrantes de toda Iberoamérica. Sería una ciudad más provinciana, más zonza, más homogénea, más parecida a Tampa o Jacksonville. Con los bolsones de pobreza, forasteros desubicados y políticos corruptos que los bebedores miamenses de cócteles embrutecedores hoy les achacan a los exiliados cubanos.

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