Un mito miamense
Ramón A. Mestre, El
Nuevo Herald, 12 de junio de 2004.
La semana pasada me abordó un crítico
despiadado del exilio cubano. Inspirado por los
gases emitidos en la cumbre económica local
y las conclusiones de un informe del Brookings
Institute que nos advierte sobre la disminución
de la clase media en Miami-Dade, el crítico
me aseguraba que la historia del aporte cubano
al desarrollo del gran Miami era un ''mito''.
''Los cubanos'', sentenciaba, 'solamente hemos
contribuido al deterioro de esta ciudad. Hemos
ayudado a crear una 'república bananera'
que espanta a los americanos capacitados. Miami
hubiese crecido maravillosamente bien sin nosotros.
Hoy sería más rica, estaría
mejor gobernada''.
Mi interlocutor dice esas cosas porque le ha
cogido el gusto a un potente cóctel. Una
mezcla de lugares comunes, falsedades y resentimientos.
Provoca una borrachera que dura años. Es
un estado de ebriedad que no admite ni la evidencia
ni la razón crítica. En más
de una ocasión he intentado señalarle
a este señor intoxicado que su visión
de Miami ignora la historia del sur de la Florida.
Se hace eco de un mito, el del paraíso
miamense destruido por una turba cubana fortalecida
por ganancias ilícitas y miles de millones
provenientes de la CIA y el Small Business Administration.
Se hace eco para responderle a otro mito, el del
milagro cubano que transformó un pobre
pueblo de campo en "la capital de América
Latina''.
Para responderle a esta mistificación,
conviene recurrir a ciertos hechos históricos.
Por ejemplo, si hoy Miami-Dade se asemeja, para
usar la banalidad difundida por el profesor Darío
Moreno de FIU, a una ''república bananera'',
entonces podemos decir que poco antes de los inicios
del exilio cubano el sur de la Florida tenía
rasgos de una corrupta república africana
poscolonial. ¿A qué rasgos me refiero?
A saber, ese Miami padecía índices
de pobreza bastante altos. Estafadores de marca
mayor, vendedores de tierras pantanosas, formaban
parte de la elite municipal. Era un sitio cuyas
tribus indeseables, en el caso de Miami los afroamericanos
y judíos, estaban condenadas a la marginación.
En Dade mandaban pandillas criminales. El Miami
de los años 20 y 30 estaba controlado por
los narcos de la época, los contrabandistas
de bebidas alcohólicas. Controlaban a policías,
jueces, alcaldes, banqueros, empresarios. Por
eso Al Capone decidió fijar su residencia
aquí. Aunque en público algunos
alcaldes repudiaban su presencia, en privado hacían
negocios con éste y otros mafiosos. De
hecho, la mafia se adueñó de varios
hoteles y casinos en Miami Beach y estableció
sus cuarteles de invierno en la playa. La Cosa
Nostra de Cleveland financió grandes obras
de construcción en Coral Gables y delincuentes
canadienses compraron el hipódromo Tropical
Park antes de vendérselo a aliados de Meyer
Lansky y Al Capone. Vaya Paraíso.
A mediados de los cincuenta, tras las batidas
impulsadas por el senador Estes Kefauver, los
delincuentes y sus aliados políticos adoptaron
tácticas más discretas. Aún
así, en comparación con otras ciudades
floridanas del llamado Sun Belt estadounidense
(los 17 estados al sur del paralelo 37 que recibieron
el grueso de los beneficios del auge de la posguerra),
el crecimiento económico de Miami fue modesto.
En 1959, la zona metropolitana era poco más
que un balneario que se enfilaba hacia la decrepitud,
pues sin casinos de juego no podía competir
ni con Las Vegas ni con varios destinos turísticos
del Caribe, entre ellos La Habana. Modifico lo
dicho: era poco más que un balneario en
decadencia, el apéndice de una aburrida
zona urbana que vivía de una base aérea,
dos aeropuertos financiados por el gobierno federal
y un número decreciente de turistas y jubilados.
Además, a principios de la década
de los 60, cuando comenzó la llegada masiva
de los exiliados cubanos, otro factor ensombrecía
el futuro económico de Miami: el anuncio
de que Disney construía un colosal parque
de atracciones en Orlando. Los exiliados cubanos
echaron por tierra los lúgubres vaticinios
de líderes miamenses temerosos de los golpes
mortales que Disneymundo estaba a punto de infligirle
a la economía local. No voy a caer en la
mentecatez de afirmar que los cubanos salvamos
a Miami. Si no se consolida una dictadura totalitaria
en Cuba, con Disney o sin Disney, Miami-Dade hubiera
crecido, al igual que las demás urbes floridanas.
Pero su crecimiento hubiera tenido otras características.
Con todo, proclamar, como hace mi interlocutor
irracional, que los cubanos no han hecho un aporte
positivo al desarrollo del gran Miami es un disparate.
En el otro extremo se encuentran los exiliados
que creen que han sido la causa suficiente de
ese desarrollo (una causa suficiente es adecuada
en sí misma para causar un efecto. No hace
falta que otro factor se asocie a ella.) No es
así. Pero nuestra llegada sí fue
una causa necesaria de la dirección y naturaleza
del crecimiento miamense a partir de 1960. (Una
causa necesaria es un acontecimiento que debe
preceder a otro para que este último ocurra.)
Si no es por el talento, los valores, la motivación
y el capital social de los exiliados (y las barbaridades
cometidas por la mafia castrista, un artífice
de la fuga de capitales latinoamericanos que se
depositaron e invirtieron aquí), el gran
Miami no sería la misma estimulante ciudad
bicultural, el mismo refugio esperanzador para
exiliados y emigrantes de toda Iberoamérica.
Sería una ciudad más provinciana,
más zonza, más homogénea,
más parecida a Tampa o Jacksonville. Con
los bolsones de pobreza, forasteros desubicados
y políticos corruptos que los bebedores
miamenses de cócteles embrutecedores hoy
les achacan a los exiliados cubanos.
|