Prisioneras
del rencor
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - Si bien los 75 opositores y periodistas
independientes injustamente confinados en las mazmorras castristas son
prisioneros por sus ideas, sus madres y esposas son prisioneras del odio.
Cuando un opositor al castrismo es condenado, la condena se hace extensiva a
sus seres queridos. No contentos con reducir a sus pacíficos oponentes a
oscuras e insalubres prisiones, extienden el odio a los que quedan fuera de la
prisión pequeña, en la prisión inmensa rodeada de un mar
infestado de tiburones. Es como un ciego instinto de venganza, como una oscura
voluntad de rencor hacia todo aquél que se identifique con el prisionero.
Es, además, un intento de humillación y desprecio.
Las condenas del régimen se multiplican por cada hombre o mujer
reducido al cautiverio.
Se ve multiplicada en la esposa, la cual tendrá que trasladarse hasta
puntos distantes en medio de dificultades y carencias de todo tipo.
Ese es el caso, por ejemplo, de la esposa de Víctor Rolando Arroyo,
que desde Pinar del Río tiene que ir hasta la más orientan de
nuestras provincias, Guantánamo. Siempre con la obligada mochila al
hombro o el maletín de mano, para llevarle un jabón, un
desodorante y algo de comer, porque la alimentación del penal es
incomible.
También Yolanda, la esposa de Manuel Vázquez Portal, o Laura,
la esposa de Héctor Maseda. La primera carga su jaba desde Alamar hasta
la cárcel de Boniato, en Santiago de Cuba. Laura tenía que llegar
hasta el poblado de Manacas, y recientemente la "beneficiaron"
trasladando a Maseda hasta Santa Clara. Ambas les han llevado a sus esposos,
además de lo habitual, sendos bombillos incandescentes, porque las celdas
carecen de iluminación, y ellos son hombres que aman la claridad y pueden
prescindir de cualquier cosa menos de la luz.
La lista es demasiado larga, porque a los 75 recientemente encarcelados se
unen muchos más anteriormente confinados, hasta hacer un número
que se calcula superior a 200.
También la humillación, a veces lacerante y descarnada, que
obliga a la esposa a despojarse de toda vestimenta y ponerse en cuclillas frente
a su carcelera. Ello duele demasiado, porque entre tantas perfidias, ninguna
supera a la humillación inlingida al pudor de una mujer decente.
Está, además, el chantaje a veces nada disimulado, que conmina
al silencio de la esposa, bajo amenaza de represalia contra el prisionero o la
cancelación de la próxima visita. Se pretende con ello evitar la
denuncia y que el mundo no sepa lo que el cubano sabe perfectamente: que las cárceles
cubanas son verdaderos infiernos.
Pero cuando el odio y el temor se unen, la combinación es monstruosa
en sus efectos.
Esa mezcla de odio y terror hizo que las esposas, vestidas de blanco, fueran
intimidadas para que desistieran de acudir a la misa dominical de la iglesia de
Santa Rita, y anteriormente impedidas de realizar una silenciosa y corta
caminata por la Quinta Avenida de Miramar.
Porque cuando el dolor es inmenso y quema las entrañas, cuando
algunos parecen despojarse de su humanidad para adoptar instintos de
bestialización, la pena obliga a postrarse ante aquél, que por
amor cargó con la cruz de todos los pecados. Es ese inefable sufrimiento,
el que nos hace postrar ante aquél, que siempre nos provee de fortaleza
para llevar el pesado fardo de la desdicha.
Pero hasta allí ha llegado también la mano represora. Hasta el
sagrado sitial del alma humana. Amenazando a las damas de los vestidos blancos,
para que no se nutran de la sublime fortaleza de la eucaristía. cnet/03
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