Tumbas de
gloria
PINAR DEL RÍO, junio (www.cubanet.org) - Aquella esquina de la ciudad
ya no sería jamás la misma. Le faltaba algo que la hacía
respirar. Algunos de los que por allí pasaban a diario notaban la
ausencia. Otros no. Era la esquina en la que vendía su bisutería
Alfredo "El Inválido".
Ahora faltaba Alfredo. Se podía pensar que hasta el último
policía lo extrañaba, lo echaba de menos como parte de su oficio
de acoso. Alfredo era la víctima favorita. Muchas veces la mercancía
que vendía el inválido fue confiscada por aquel policía.
El tiempo lo borra todo de un manotazo. Un día el tiempo borró
la gloria de Alfredo. Hizo que la gente olvidara sus días de héroe
recién llegado de la guerra. Alguien se atrevió a decir que
Alfredo estaba orgulloso de haber perdido sus piernas en aquella guerra de los años
70 en un país africano.
Cuando Alfredo se dio cuenta de que su condición de héroe
mutilado y su miserable retiro no le darían para comer, decidió
hacerse vendedor ambulante. En Cuba está prohibido vender por las calles
sin permiso, y hacerlo resulta bien caro.
Para obtener un permiso de venta en Cuba hay que pagar bien caros algunos
favores. El dinero va a parar a las manos de los que realizan los trámites
para que los permisos de venta sean entregados. Pero Alfredo no se podía
dar el lujo de pagar cosas caras, y mucho menos favores.
Lo cierto es que Alfredo se hizo vendedor ambulante clandestino. Todos lo
querían en la ciudad. Es muy triste irse a la guerra a entregar la propia
vida y regresar sin las piernas. También es triste que, con el paso del
tiempo, le quiten a uno el reconocimiento. Eso ocurrió. Las mismas
autoridades de gobierno que recibieron a Alfredo cuando regresó de la
guerra lo abandonaban ahora a su suerte de buscavidas clandestino. Después
apareció el policía.
Parecía un capricho del uniformado hacerle más difícil
la existencia a Alfredo. En más de una ocasión le decomisó
las cosas que vendía. Nadie podía hacer nada. Era una pelea entre
un policía con todo el respaldo de la ley y Alfredo, que lo único
que tenía ya era todo el tiempo del mundo para morirse olvidado.
Una tarde, Alfredo me vio y vino a hablarme. Se acercó despacio en su
sillón de ruedas, desvencijado como su propia existencia. Me gustaba
conversar con Alfredo. La tarde en que hablamos me di cuenta de algo bien
triste: Alfredo estaba decidido a morirse.
- ¿Tú crees que si me muero me entierren en el panteón de
los héroes, periodista?
No tuve respuesta para su pregunta. Me dio pena decirle que para saber lo
que harían con uno después de muerto, lo primero que había
que hacer era morirse.
Entonces me respondió.
- ¿Tú sabes lo que pasa? No me gustaría que estos hijos
de puta me entierren en ese panteón de los héroes. Me han matado
de hambre y sería como burlarse de mí después de muerto.
Se alejó y esa noche lo encontraron colgando de una soga en el baño
de su casa. Desde el mismo sillón de ruedas lo preparó todo.
Cuando un hombre se quiere matar nada ni nadie puede detenerlo. Alfredo quería
morir. Le vi los ojos de difunto aquella tarde.
Las autoridades le hicieron un buen entierro, como se les hace a lo héroes.
Pero de nada vale a un hombre que le hagan un buen entierro cuando ha pasado la
mitad de su existencia olvidado como un perro, encarándose al hambre. Las
mismas autoridades que lo echaron al olvido, y hasta el mismo policía que
lo acosaba fueron al entierro.
Supe después que Alfredo fue trasladado al panteón de los héroes.
Me di cuenta entonces de que había olvidado algo: decirle a los suyos que
bajo ningún concepto permitieran que lo enterraran en aquella tumba de
gloria. cnet/06
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