San Lázaro
Ramón Díaz-Marzo
HABANA VIEJA, febrero (www.cubanet.org) - En 1975 perdí la libertad
durante 37 días, tiempo que pasé junto a delincuentes en la Galera
# 7 del Castillo del Morro, fortaleza de piedra construida por los españoles
en el siglo XVII, a la entrada de la bahía de La Habana.
Mi número de preso era el 597. En un espacio de 50 metros de largo
por 7 metros de ancho convivíamos 300 presos. A veces se formaban broncas
y los combatientes (así le decían a los carceleros) se hacían
los de la vista gorda. Las luces de la galera permanecían encendidas las
24 horas del día para evitar sodomia y otros desmanes entre los presos.
En la hilera de literas donde dormía tenía por compañero
al "Hombre-cine". Este señor, en la década del 70, tendría
sesenta años de edad. La mayor parte de su vida útil la había
vivido en prisión. Cuando llegaba la noche, algunos presos venían
hasta su litera para escuchar cualquier película norteamericana que se le
solicitara. El viejo presidiario tenía la capacidad de hacernos olvidar
que nos encontrábamos tras las rejas, y nos metía dentro de una
película con más intensidad que si nos encontráramos en un
cine de verdad.
Una noche, la del día 36, vino hasta mi litera un preso, y me dijo:
- Vengo a decirte que esta noche no puedes dormir. Me enteré que
Fulano dice que por la madrugada vendrá hasta tu cama y te lanzará
a la cabeza un pomo de cristal.
Aparenté indiferencia, pero por dentro estaba aterrorizado.
Le conté al "Hombre-cine" la historia de la amenaza. Le
comenté que por más vueltas que le daba al asunto no encontraba el
motivo que justificara semejante propósito. El "Hombre-cine"
respondió que en la prisión ocurrían hechos que no dependían
de ningún propósito. Me dijo que la poca experiencia que tenía
de la vida en libertad le enseñaba que hay muchas cosas que ocurren sin
motivo.
-No aguanto más -dije.
-¿Crees en Dios? -preguntó el "Hombre-cine".
-Por supuesto.
-Si crees en Dios, creerás en los Santos.
-Por supuesto.
-Entonces, encomiéndate a San Lázaro. Habla con el corazón
y ofrécele una promesa grande que te salve.
El plan mío era no dormir esa noche. Abrir bien los ojos y esperar.
Debajo de la manta sujetaba una cabilla que mi compañero de hilera me
facilitó. Llegué a pensar que tanto el "Hombre-cine"
como el preso que me había traído la información eran unos
hijos de puta que habían hecho lo mismo con el agresor, diciéndole
que era yo quien planeaba agredirlo. Era una costumbre que tenían los
viejos presidiarios, la de preparar una pelea entre presos novatos.
No obstante, cuando todos dormían, hice lo que me recomendara el "Hombre-cine".
Me encomendé a San Lázaro, y le prometí que todos los años
iría al Rincón por el resto de mi vida, y que al día
siguiente me dibujaría su estampa en mi hombro izquierdo.
Mientras me encontraba en este monólogo, hubo un momento en que me
quedé profundamente dormido. Al siguiente día, cuando dieron el "de
pie", abrí los ojos asustado. Revisé mi cama, toqué mi
cara, y comprobé que durante la noche no había ocurrido ninguna
desgracia.
Después del desayuno, un preso comenzó la artística
tarea de dibujar en mi hombro a San Lázaro, a cambio de una caja de
cigarrillos. Recuerdo que el miedo de ser agredido se había ido. Incluso
estaba tan concentrado en el dibujo que me hacían, que el motivo también
se me olvidaba.
Llegó la hora del almuerzo, llegó la hora de la cena, y a las
siete de la noche, cuando ya terminaban el dibujo y sólo faltaba
aplicarle a las llagas de San Lázaro el tinte rojo, un combatiente se paró
en la reja y gritó mi nombre.
En esos momentos, mi mente ya no recordaba que había solicitado un
milagro a San Lázaro.
Junto con otros presos de otras galeras, me bajaron al patio central de la cárcel.
Pensé que se trataba de un traslado para una granja de trabajo forzado.
Pero un preso que se encontraba a mi lado me dijo que todos los que nos encontrábamos
allí salíamos en libertad.
Dos horas después me encontraba en la casa de un amigo, que me contó
cómo y con quién había hablado esa misma mañana para
conseguir mi libertad. Pero eso ya es material para una novela. Bástele
saber al lector que durante años, por más vueltas que le he dado a
esta historia, no puede dejar de creer que la noche que conversé con San
Lázaro desde la Galera # 7 del Castillo del Morro pidiéndole
amparo y protección, el Santo escuchó y me concedió un
milagro.
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