Corrupción
sobre rieles
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Viajar en un tren especial de
pasajeros que cubre la ruta entre las ciudades de Sancti Spíritus y La
Habana, sin previa reservación, cuesta al usuario proporcionalmente tanto
como separar un espacio para hacer turismo interestelar en un transbordador de
la NASA.
Este servicio fue dotado recientemente de cómodos coches adquiridos
por el gobierno cubano en Francia, ya de uso, pero reparados. Cada uno dispone
entre sesenta y setenta y dos butacas reclinables, según el tamaño
y disposición de los vagones, divididos en pequeños cubículos
para seis usuarios. Los cubículos cuentan con luz eléctrica
independiente, cierta privacidad y algunas garantías contra robos.
Ninguna de estas bondades existe en el resto de las rutas de los ferrocarriles
nacionales que transportan pasajeros, salvo el tren No. 1 (Habana-Santiago de
Cuba), también conocido como "El Francés". La atención
de las ferromozas es aceptable. La limpieza de los cubículos, pasillos, áreas
de fumar y baños se mantiene satisfactoriamente. El horario del tren, por
regla general, no sufre retrasos apreciables (superiores a una hora). El viaje
entre las dos ciudades se realiza en poco menos de seis horas.
Precisamente éstas son las razones por las cuales la demanda de los
usuarios para utilizar esta línea supera en grado sumo las capacidades de
que dispone el servicio.
Decidí viajar el pasado miércoles 12 de febrero desde Santa
Clara a La Habana en el tren. Llegó a las 12 de la noche a la capital
villaclareña. Su partida demoró unos cuarenta minutos por
complicaciones en los cambios de vía y adición de coches. No había
reservado boleto, pero tengo amigos. Pagué dos veces y media el costo
oficial (10 pesos), y solucioné mi espacio sin mayores dificultades.
Pero como bien señala la Biblia: "No todos serán los
elegidos". Decenas de personas se quedaron con las ganas de subir a los
coches. Grupos de personas con niños de brazos de agolpaban en el andén
de la terminal, desesperados, buscando una solución a sus necesidades de
trasladarse a la capital del país.
Otros, más osados y quizás bajo mayor presión, se
introducían en los coches furtivamente, y enseguida eran bajados con
cortesía por los trabajadores de la terminal. Sólo los que ofrecían
pingües beneficios a los empleados que los atendían, lograban sus
propósitos.
El sistema que utilizan los empleados para revender boletines de los
espacios no ocupados y que únicamente ellos conocen no ofrece fallas, por
regla general. Unos vigilan para que la operación no sea sorprendida por
la curiosidad de los extraños, mientras otros concluyen las operaciones
ilícitas de la venta. Más tarde se reparten las ganancias. Yo fui
testigo -me encontraba en un privilegiado lugar desde donde podía
observar sin ser visto- de jugosas ofertas rechazadas por la ferromoza: Los
empleados miran con aire de superioridad y cierto desdén, a la espera de
mejores opciones que, por supuesto, aumentan geométricamente en la medida
en que se acerca la hora de partida.
Las ferromozas y sobrecargos disponen de sus asientos para viajar sentados,
y muchas veces se los facilitan provisionalmente a un buen cliente hasta tanto
se vacíe un espacio en alguna de las próximas estaciones.
Pero como todas las cosas creadas por el hombre, el sistema sufre de errores
ocasionales. En mi presencia ocurrió un caso digno de ser comentado.
Sucedió en el mismo coche en que yo viajaba, en el asiento número
57. Yo ocupaba el 60 de ese cubículo.
Al parecer dos empleados habían vendido el mismo espacio a personas
diferentes. El primer usuario pagó una elevada suma, según me
refirió más tarde. Se acomodó en el sitio. Paso media hora
y vino la ferromoza que atiende el vagón, acompañada de una
pasajera y un niño. Le pidió al hombre su boletín. Lo revisó
y le dijo, sin alterarse: "Lo siento, señor, este boletín es
reconvertido (es decir, no vendido oficialmente). El lugar que usted ocupa le
pertenece a esta señora y su hijo. Yo les cedí mi asiento hasta
aquí, pero ahora usted debe levantarse y permitir que ella lo ocupe".
El señor reclamó, afirmando que había pagado ese
espacio a un empleado llamado Alberto. La ferromoza insistió en que debía
levantarse y resolver el problema con el tal Alberto.
El hombre, molesto, comenzó a recorrer todos los coches sin saber dónde
se encontraba Alberto. Yo lo acompañé y tuve unas frases de
aliento hacia el afectado. Al fin encontró a Alberto en el segundo coche.
Irritado, le contó lo sucedido y antes de que pudiera elevar el tono a
franca discusión, Alberto lo ubicó en otro asiento, el número
26. Yo regresé a mi coche para evitar verme envuelto en una situación
similar.
Durante el resto del viaje me dirigí varias veces al ocupante del
asiento 26 para observar si se repetía la historia inicial. Pero ya no
hubo mayores tropiezos.
Estos ejemplos, que se han generalizado en todos los sectores de la producción
y los servicios en Cuba, explican hasta dónde ha calado la corrupción
en la Isla. Se ha extendido como una de las peores epidemias. De ahí que
no transcurra un día sin que el tema no aparezca en las páginas de
las publicaciones oficiales, ni existe un dirigente político o
administrativo, a nivel nacional, que no se refiera al asunto cuando se le
presenta la oportunidad.
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