CUBANET .INDEPENDIENTE

12 de febrero, 2003

El manisero

Oscar Mario González, Grupo Decoro

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Hoy, sordas al reclamo del inolvidable músico cubano Moisés Símons, nuestras caseritas se acuestan a dormir sin comer un cucurucho de maní.

Los vientos que soplan no permiten semejantes veleidades. Una veintena de maníes contenidos en un cucurucho de papel cuesta un peso, y con algo más, 1 peso 50 centavos, se puede adquirir una libra de boniato o de calabaza, media cabeza de ajo a razón de veinte centavos el diente, y hasta tres plátanos burros o fongos.

Es el mismo cucurucho que calientico y con el doble de granos costaba en la Cuba de siempre, un centavo, o sea, aproximadamente 200 veces menos cuando el quilo valía y por no tener vuelto daba acceso a sendos pirulíes, una pareja de palitroques de ajonjolí o dos "rompequijás".

El actual manisero quiere trabajar para poder comer su pinol, mas ya no pregona en la esquina, pues casi todos están confinados a las paradas de guaguas y aún aquí se abstienen de entonar su pregón. Son generalmente vendedores furtivos a los que se les niega el permiso para ejercer el oficio. Definitivamente a las autoridades no le gustan los pregones.

Prefieren el silencio de los ingenieros, médicos y obreros calificados sujetos al yugo estatal del centro de trabajo, procurando mostrar con ello a una población de intelectuales. "La más culta del mundo", según pronósticos del primer mandatario cubano.

Paradójicamente, muchos de estos maniseros son graduados universitarios que durante el día utilizan el bisturí en la sala de cirugía del hospital o licenciados que miran al microscopio electrónico en un laboratorio y, por las noches buscan alguna "tierrita" ejerciendo la labor de maniseros.

Los maniseros son, en buena parte, personas de la tercera edad. Jubilados entre los que se encuentran ex oficiales del ministerio del Interior y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, así como veteranos de las guerras internacionalistas libradas por el régimen cubano en tierras africanas, con sus gavetas llenas de inútiles medallas ganadas por servicios a la patria, al socialismo y a Fidel, que a juicio del estado totalitario son la misma cosa.

Pero no piense, amigo lector, que la tarea de un manisero es tan sencilla En Cuba todo se dificulta. Tal vez acá lo único fácil sea morirse (para el muerto, por supuesto), pues increíblemente para un viaje tan largo y definitivo las autoridades del país no exigen la tarjeta blanca. También es justo reconocer que todo difunto tiene asegurado, de por muerte, su pedacito de suelo en el cementerio, a pesar de la renuencia del marxismo por la propiedad individual sobre la tierra.

El manisero compra la libra de maní a nueve pesos en el agromercado, y con ella logra sacar 20 ó 25 cucuruchos hábilmente confeccionados de modo tal, que luzcan grandes en volumen aunque escasos de contenido. Tratándose de un manisero exitoso, puede comprar directamente un saco a razón de seis pesos la libra, evitando el valor añadido por el intermediario.

El papel puede lograrse por varias vías: a través del cartero, tratándose de papel gaceta sin litografiar, del trabajador del poligráfico que lo "resuelve" en su centro de trabajo o de otro inesperado suministrador que se va presentando, pues siempre se cumple que "el negocio llama al negocio".

Nos resta pues el caldero. Este ha de ser grande.

Lo demás es revolver y dar candela cuidando de que el caldero no suelte el fondo por el exceso de llama, ya que estos utensilios son, como casi todo acá, deficitarios.

La tradicional lata de cinco galones de capacidad con algunas brasas en el fondo y que siempre identificó al manisero no es necesaria, pues la gente se acostumbró a comer el maní frío. Además, su presencia sería perjudicial, pues llamaría mucho la atención. Ahora los cucuruchos se depositan en una jaba de nylon o en una mochila que se cuelga al hombro y en la mano se llevan tres o cuatro a modo de exhibición. Pero muy discretamente, como el que no quiere la cosa.

Confieso que no puedo sustraerme al recuerdo de aquel manisero que acariciaba el oído y el olfato con la doble delicia del pregón y el aroma. Delicias que llegaban al portal y entraban por la puerta junto al húmedo sereno de las frescas noches de invierno, bajo un cielo abundante en estrellas.


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