El manisero
Oscar Mario González, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Hoy, sordas al reclamo del
inolvidable músico cubano Moisés Símons, nuestras caseritas
se acuestan a dormir sin comer un cucurucho de maní.
Los vientos que soplan no permiten semejantes veleidades. Una veintena de
maníes contenidos en un cucurucho de papel cuesta un peso, y con algo más,
1 peso 50 centavos, se puede adquirir una libra de boniato o de calabaza, media
cabeza de ajo a razón de veinte centavos el diente, y hasta tres plátanos
burros o fongos.
Es el mismo cucurucho que calientico y con el doble de granos costaba en la
Cuba de siempre, un centavo, o sea, aproximadamente 200 veces menos cuando el
quilo valía y por no tener vuelto daba acceso a sendos pirulíes,
una pareja de palitroques de ajonjolí o dos "rompequijás".
El actual manisero quiere trabajar para poder comer su pinol, mas ya no
pregona en la esquina, pues casi todos están confinados a las paradas de
guaguas y aún aquí se abstienen de entonar su pregón. Son
generalmente vendedores furtivos a los que se les niega el permiso para ejercer
el oficio. Definitivamente a las autoridades no le gustan los pregones.
Prefieren el silencio de los ingenieros, médicos y obreros
calificados sujetos al yugo estatal del centro de trabajo, procurando mostrar
con ello a una población de intelectuales. "La más culta del
mundo", según pronósticos del primer mandatario cubano.
Paradójicamente, muchos de estos maniseros son graduados
universitarios que durante el día utilizan el bisturí en la sala
de cirugía del hospital o licenciados que miran al microscopio electrónico
en un laboratorio y, por las noches buscan alguna "tierrita"
ejerciendo la labor de maniseros.
Los maniseros son, en buena parte, personas de la tercera edad. Jubilados
entre los que se encuentran ex oficiales del ministerio del Interior y de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias, así como veteranos de las guerras
internacionalistas libradas por el régimen cubano en tierras africanas,
con sus gavetas llenas de inútiles medallas ganadas por servicios a la
patria, al socialismo y a Fidel, que a juicio del estado totalitario son la
misma cosa.
Pero no piense, amigo lector, que la tarea de un manisero es tan sencilla En
Cuba todo se dificulta. Tal vez acá lo único fácil sea
morirse (para el muerto, por supuesto), pues increíblemente para un viaje
tan largo y definitivo las autoridades del país no exigen la tarjeta
blanca. También es justo reconocer que todo difunto tiene asegurado, de
por muerte, su pedacito de suelo en el cementerio, a pesar de la renuencia del
marxismo por la propiedad individual sobre la tierra.
El manisero compra la libra de maní a nueve pesos en el agromercado,
y con ella logra sacar 20 ó 25 cucuruchos hábilmente
confeccionados de modo tal, que luzcan grandes en volumen aunque escasos de
contenido. Tratándose de un manisero exitoso, puede comprar directamente
un saco a razón de seis pesos la libra, evitando el valor añadido
por el intermediario.
El papel puede lograrse por varias vías: a través del cartero,
tratándose de papel gaceta sin litografiar, del trabajador del poligráfico
que lo "resuelve" en su centro de trabajo o de otro inesperado
suministrador que se va presentando, pues siempre se cumple que "el negocio
llama al negocio".
Nos resta pues el caldero. Este ha de ser grande.
Lo demás es revolver y dar candela cuidando de que el caldero no
suelte el fondo por el exceso de llama, ya que estos utensilios son, como casi
todo acá, deficitarios.
La tradicional lata de cinco galones de capacidad con algunas brasas en el
fondo y que siempre identificó al manisero no es necesaria, pues la gente
se acostumbró a comer el maní frío. Además, su
presencia sería perjudicial, pues llamaría mucho la atención.
Ahora los cucuruchos se depositan en una jaba de nylon o en una mochila que se
cuelga al hombro y en la mano se llevan tres o cuatro a modo de exhibición.
Pero muy discretamente, como el que no quiere la cosa.
Confieso que no puedo sustraerme al recuerdo de aquel manisero que
acariciaba el oído y el olfato con la doble delicia del pregón y
el aroma. Delicias que llegaban al portal y entraban por la puerta junto al húmedo
sereno de las frescas noches de invierno, bajo un cielo abundante en estrellas.
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