El loco público
Tamina S. Cué
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Noche tras noche, ya en pleno siglo
XXI de nuestra historia nacional, El Chofer de Palacio aún se aferra al
volante de su invisible "maquinón americano" y recorre a toda
prisa, cambios de velocidad incluidos, el corto y estrecho bulevar de San
Rafael; sin olvidar jamás su consigna de guerra al detenerse en cada
esquina -desde El Ten-Cent hasta el Gran Teatro- para cruzarla un instante después:
"¡Paso al General, abran paso al General...!", vocifera bajo la
desconfiada mirada de algún vigilante nocturno recién importado de
Oriente.
Palacio es -todos en Cuba parecen recordarlo- el Palacio Presidencial,
antigua sede de nuestro Poder Ejecutivo a ratos republicano y a ratos
dictatorial, pero siempre "poder" y siempre "ejecutivo"
-peligrosas palabras. Y la consigna vociferada es -pocos en Cuba parecen
recordarlo- la misma de hace justo medio siglo, en otra madrugada pero de 1953:
aquélla que fue gritada desde los "maquinones americanos" que
accedieron por la Posta 3 al Cuartel Moncada de la provincia de Oriente -en
pleno carnaval de borrachitos rumberos y voluptuosas caderas- para derrocar a
Batista.
Se verifica así una vez más -inflexible- la tesis de que todo
evento social está condenado de antemano a su repetición ad
infinitum en el espejo neurótico de la memoria social. No importa si una
vez como tragedia y las restantes ya como comedia: lo estadísticamente
cierto es que lo histórico precede o acaso prefigura a lo histriónico;
casi nunca al revés.
El loco público en Cuba es uno de nuestros personajes más
tristemente sabrosos y metafóricamente rentables. Encarnada, pero muy
lejos de ser agotada en El Loquito del caricaturista de la Nuez, la cuestión
de los límites entre genialidad y locura en el escenario de una gran
ciudad como La Habana, se imbrica directamente con la cuestión de la
libertad de opinión y reclutamiento del público citadino, y ésta
-a su vez- con la de una atmósfera política más o menos
irrespirable pero igual siempre viciada.
Cuando mi primo Jesús -el hijo único del tío Virgilio-
desapareció poco más de una semana para reaparecer, harapiento y
magullado, afirmando que "estuve de misión secreta en Angola",
nadie en casa supo qué hacer primero, si reír o llorar. Sufríamos
una irónicamente cruel crisis de verosimilitud, pues un par de años
atrás -a finales de los 70- mi primo estuvo viajando efectivamente a uno
y otro lado del Atlántico, y lo hacía con tal frecuencia y tal
aureola de silencio en derredor que yo casi lo convierto -con mis ojos miopes de
universitaria- en un personaje de leyenda: una parodia de Odiseo a favor del
proletariado mundial. Sólo que en esta versión el antihéroe
reaparece tras diez días de trifulcas y arengas por las -él mismo
lo confesó después- terminales y funerarias nocturnas de su Itaca
tropical.
En los bajos de Radio Progreso -Infanta 105- de tanto en tanto se monta un "acto
de repudio" para derrocar a un nuevo Batista, éste con nombre de mes
heroico -Julio- un periodista conocido durante los años 90 por su espacio
de comentario social Punto de Vista. El autor intelectual de tal procedimiento
sumario -acaso heredado de cuando la oleada migratoria de 1980- ha sido y sigue
siendo un orate pésimamente mal hablado que jamás se identifica,
el cual, con su amanerada manera de insultar a diestra y siniestra -en especial
a siniestra- le increpa a Julio Batista los argumentos de su último
programa, a la par que se los rebate con manoteos inciviles y blasfemias contra
la alta dirigencia del país y la de casi todo el continente y planeta -El
Vaticano incluido.
La memoria de este loco es tan prodigiosa como su rabia. Su función
es catártica y expiatoria: de Coliseo Romano. El público ríe,
arquea las cejas, y a ratos levanta o baja los pulgares con socarrona intención.
Todo allí remite a un ajuste de cuentas solapado. "¡Cómo
está el loco suelto!", se admira una. "No es loco na': es
hijoeputa", replica otro. Y yo, provocadora: "Cualquier día
cargan para Villa Marista con su lengua larga y con él..." Hum. Pero
el público sólo ríe, arquea las cejas, y a ratos baja o
levanta los pulgares con socarrona intención, hasta que, más
temprano que tarde, aparece un joven uniformado de negro -como el equipo Oriente
de béisbol- y ya se dispersa el improvisado "mitin relámpago"
en los bajos de Radio Progreso -Infanta 105.
Eusebio Leal -Historiador de La Habana- parece encarnar al poder inmediato,
justiciero e inflexible, del jefe de un manicomio Patrimonio de la Humanidad. Es
a él a quien dedica su canto El Poeta de Coliseo -Coliseo Cubano. Es a él
a quien dirige sus quejas rimadas en octosílabos cojos y seguidillas
puestas de moda en las tribunas abiertas de la televisión -acogiéndose
de paso al controvertido artículo 63 de la Constitución vigente. Y
es a él a quien, también más temprano que tarde, habrá
de denunciar a "todos los gusanos en una reunión a puertas cerradas"
-nos advierte a ti y a mí y al resto de los transeúntes del largo
y estrecho bulevar de Obispo, desde La Moderna Poesía hasta la Plaza de
Armas: BOOK$ FOR $ALE, puede leerse en ambas cabeceras.
Un anciano negritín y bonachón, de invariable traje oscuro y
gorrita azul con una I mayúscula, se contonea de cara al moderno
altoparlante de la tienda en dólares Longina música -todavía
en Obispo. Lo rodean niños, turistas y flashes. Su función es catártica
pero reconciliadora: "con tantos palos que le dio la vida" -como ha
escrito un poeta- y aún conserva intacta su sonrisa beatífica, si
bien ya huérfana hasta de colmillos. Este señor no quiere dinero,
a nadie pide "cooperar con el artista cubano" -consigna republicana ya
caída en desuso. Él se conforma con atención para su "performance".
Quiere quórum: pide podio. Y de lunes a domingo casi siempre lo obtiene.
A la entrada del Convento de San Francisco de Asís, en la calle
Oficios, una estatua de José María López Lledín
(1899-1985) -nada menos que El Caballero y proveniente nada menos que de París-
es amasada por más niños, turistas y flashes. Ahora todos le
imponen flores a su mínimo mausoleo y, de tanto roce, hasta le han
pulimentado la barba y el dedo índice erecto -atributos tácitos
del poderío machista. He creído entenderle a un guía
-hablaba casualmente en francés- que allí dentro descansan ya en
paz los restos mortales del octogenario, y los he asociado de buena fe con los
de algún candidato a la espera del trámite de su canonización
-acaso el primer epígono del genial Padre Félix Varela
(1787-1853).
El propio López Lledín -personajillo entrañable en la
memoria de toda la República y de media Revolución después-
hacia el final de su vida aún aseguraba tener "unos bigotes más
grandes que el Káiser de Alemania y unas barbas más largas que
Fidel". Y así despachaba sus lecciones políticas gratis lo
mismo a Franco que a Hirohito que a Eduardo Chibás -hombres duros todos.
Como buen demente al fin y al cabo -en Cuba "ser un loco" es un alto
halago- la prensa, la radio y la televisión de tanto en tanto se
inventaron espacios exclusivos con él. Valga anotar que este deambulante
hizo proselitismo para que Cuba se convirtiese en una monarquía con "Don
Carlos Prío" como "Rey Doctor", y que esto bastó
para que una limosina del mismísimo Palacio Presidencial -¿conducida
acaso por El Chofer de Palacio?- lo rescatara del manicomio Mazorra y lo
devolviese al de la Calle Prado: su imperio público de finales de los años
40, donde hasta "los leones son mis súbditos".
A su vez, a Eduardo Chibás lo tildaron de Loquito -años después
de haber sido El Goebbels de Grau- por su temperamento tumultuoso y su peculiar
mímica como tribuno. Pero es probable que él nunca disfrutara de
tanto espacio público como El Caballero de París, al punto de que
su dramático "último aldabonazo" de 1951 -en la CMQ
radial- tuvo que ser en "off".
La historia literaria cubana, además de ser la historia de la locura
-desde el poeta "invisible" Manuel de Zequeira (1764-1846) hasta los
suicidios finiseculares más lamentables- es, también, la historia
de los personajillos orates. No por literarios me resultan en lo particular
menos reales estos locos públicos, pero será mejor no invocarlos
demasiado aquí: de un plumazo podría dinamitarse la precaria
cordura de cualquier lector.
Erasmo de Rotterdam, Schopenhauer y Foucault, tres genios universales que
reflexionaron sobre la locura asomados al borde mismo del abismo. También
será preferible no inmiscuirlos aquí. Y es que al borde mismo del
abismo me siento yo en este punto de mi discurso privado devenido monólogo
público. Una llega a intuir que aquel refrán de "cada loco
con su tema" se ha trocado en el de "todo loco con un mismo tema",
pues los códigos se repiten ad infinitum ante mis ojos todavía
miopes pero desde hace ya mucho nunca más universitarios.
La memoria no deja de ser para mí la carga más pesada y la
fuente incurable de toda angustia inisecular. Pienso, por ejemplo, en el eterno
retorno de Nietzsche -amabilis insania. Pienso, por supuesto, en Octavio Paz
cuando, al comparar a la antigua URSS con México, escribió: "toda
dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas
predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo". Pienso
en mi pose de testigo y notaria: releo cuanto he escrito con una mueca de pánico,
y otra vez pienso en mi primo Jesús -el hijo único del tío
Virgilio. Y entonces la tara tragicómica de "Cuquito" Cué
me resulta de pronto -ya en pleno siglo XXI de nuestra historia nacional- otro
fantasma que recorre La Habana al acecho de la cordura de su prima ahora ya
tetragenaria.
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