Agustín Tamargo.
El Nuevo Herald,
febrero 9, 2003.
El cardenal cubano Jaime Ortega ha declarado en Roma que cinco años
después de la visita del Papa a Cuba la Iglesia Católica sigue
experimentando restricciones a la libertad religiosa en la isla. Bueno,
restricciones a la libertad, religiosa o no, las ha habido en Cuba siempre desde
que llegó Castro al poder. Y eso lo sabemos mejor que nadie los
periodistas, entre ellos yo, que sufrí en 1959 un duro ataque del
dictador, porque tenía entonces, como tengo hoy, una sola virtud: la de
no callarle la verdad a nadie. Y perdón por la inmodestia.
Yo leí las declaraciones del cardenal y me entusiasmé. Me
entusiasmé porque Jaime Ortega, criado bajo la tiranía castrista,
que le impuso hasta internamientos carcelarios, no se ha caracterizado nunca por
hablar a las claras sobre el papel que la Iglesia ha sido forzada a jugar en
Cuba. Ese papel ha sido el del silencio. Si un sitio hay donde a la Iglesia no
se la respeta, ni se le permite proselitizar, ni abrir planteles educativos, ni
inaugurar nuevos templos o remozar los viejos, ni hacer procesiones y
concentraciones públicas, ni diseminar la literatura de la fe, ese lugar
ha sido Cuba. No fue siempre así. Los que estábamos allí en
1959 y principios de 1960 sabemos de qué manera la Iglesia expresaba su
opinión sobre lo que acontecía, lo mismo la reforma agraria que
otras muchas medidas del nuevo régimen, y participaba en reuniones y
actos tendientes a impedir que se asfixiara la religiosidad bajo un régimen
providencial que desde el comienzo (pese a aquellas medallitas colgantes en los
cuellos de los barbudos), mostró su verdadera naturaleza opresiva y
materialista.
Pero aquella jerarquía fue acorralada, expulsada luego del país
en un barco español como si se tratara de una escoria social, enemiga de
la patria, y sustituida finalmente por una jerarquía cobarde, salvo
excepciones, que bajo la pública dirección del enviado papal,
monseñor Zacchi, se prosternó frente al régimen y aceptó
frente a él un débil papel al que no estaba obligada ni por su
lealtad a Dios ni por su fe en los destinos libres de la patria. Una Iglesia que
tenía entre sus figuras más altas a un hombre como el Padre
Varela, el cubano más puro y más patriótico después
de Martí, vio cerrado sus templos, eliminada su influencia en lo
educativo y en lo social, y reducida finalmente a un gris fragmento de la
sociedad, al punto de que ser católico era sinónimo de ser, no sólo
antirrevolucionario, sino anticubano. Aquélla, que debió haber
sido la Iglesia del heroísmo moral y de la resistencia, se convirtió
en la Iglesia de la complicidad y del silencio. La muerte rondaba en Cuba por
todas partes, ha rondado por más de cuatro décadas, pero la
Iglesia nunca dijo nada. Acaso porque ella era también uno de los
muertos.
La visita del Papa, en la que tantos católicos y los que no eran católicos
creyeron ver un cambio, no lo produjo. Lo dice el propio cardenal cuando afirma
que la famosa frase del Pontífice ''que Cuba se abra al mundo y el mundo
se abra a Cuba'' cayó en el vacío. La Iglesia sigue sin autoridad.
Por encima de ella, dijo Ortega, está la Oficina de Asuntos Religiosos,
que depende del Comité Central del Partido Comunista. Y añadió:
"Lo que sobrevino no fue apertura alguna, sino una lucha silenciosa contra
la Iglesia, considerada una entidad privada, un hecho marginal, que puede
sustraer fuerzas y energías a la revolución''.
Cuando la agencia católica Zenit, que fue la que lo entrevistó,
le habló al cardenal Ortega de que algo parece estar cambiando cuando
muchos católicos han propuesto el Proyecto Varela, que propone un referéndum
popular para emprender una transición democrática, Ortega contestó:
"Su líder es un católico convencido (Oswaldo Payá),
que vive con fidelidad su pertenencia a la Iglesia. Le felicité en
diciembre, cuando el Parlamento Europeo le concedió el premio Sajarov,
pues ha demostrado siempre ejercer la libertad de conciencia a pesar de tantas
dificultades. No propone métodos violentos, no predica el odio. Ahora
bien: esto no significa que la Iglesia apoye su movimiento por encima de otro.
Hoy día hay varios grupos de oposición en Cuba y no es tarea de la
Iglesia dar indicaciones políticas''.
Mi espacio se termina y apenas puedo expresar todas mis opiniones sobre el
problema religioso en Cuba y el papel que ha jugado en él la Iglesia
dirigida por el cardenal Ortega. Sólo quiero añadir esto: la Cuba
del futuro necesitará de muchas cosas, de infinidad de cosas, de todas
las cosas. Pero yo pondría al frente de ellas no sólo el
renacimiento del espíritu cívico, sino un legítimo sentido
religioso de la vida, en la calle, en el trabajo, en el hogar, en todas partes,
que hoy está perdido. Yo confío en que la milenaria institución
juegue ese papel renovador en Cuba, si no hoy, mañana, y si no es con
este cardenal y con este Papa, con los que los sucedan. Porque mantener el
status quo, seguir callados ante el crimen y cerrar los ojos ante la falta de
libertad me parece una ofensa a una fe y a una institución que produjo un
alma única como la del Padre Varela. |