Réquiem
por La Habana
Jorge Alberto Aguiar
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Miro a lo lejos la ciudad; Arcadia de
postguerra, agujero negro en el mapa.
Cruzo la bahía en la vieja lancha de Regla. La Habana, más que
nunca, parece una villa. No necesita el maquillaje barato de una noche ni los
piropos de un extranjero ebrio, sino llenarse de vida, sacudir su largo encierro
provinciano.
Uno recorre sus calles y no encuentra un café donde pueda sentarse a
beber té o infusiones, citarse con los amigos, conocer gentes, como se
estiló a mediado de los ochenta en las llamadas casas del té.
No existe tan siquiera una taberna para disfrutar de los vinos nacionales,
ahora que el invierno azota con fuerza.
Todos los sitios para turistas están diseñados con la
uniformidad y monotonía prefabricada de mesitas plásticas, música
salsa y pollos fritos.
Los pocos servicios que se ofertan en moneda nacional tienen pésima
calidad y en su mayoría son atendidos por un personal descortés y "buscavida".
Los jóvenes sienten (y sufren) la carencia de una libre y auténtica
vida cultural. Desean algo que no se reduzca a las esquemáticas
actividades oficiales de homenajes, recitales, peñas literarias,
declamaciones, círculos de lectura (donde se les invita a leer pero,
contradictoriamente, no existe la literatura más contemporánea).
Necesitan los jóvenes de una vida cultural que no sea la del estilo
pomposo de los llamados promotores culturales y sus tediosas improvisaciones
que, tarde o temprano, terminan agradeciendo a la revolución nuestra "independencia"
y "soberanía".
Cada vez que La Habana, por ejemplo, cumple un aniversario en el mes de
noviembre, podemos testificar ese provincianismo patriotero vestido del más
simplón de los historicismos, ya que siempre se enmarca la festividad
dentro de la cronología de la fundación de la ciudad y de la
Colonia. Se excluye de este modo la etapa republicana, se intenta borrar
precisamente los años de mayor esplendor que tuvo la capital.
Apenas se habla de la expansión urbana y el eclecticismo arquitectónico
que conoció su mejor momento justo antes de 1959. Nunca antes ni después
La Habana fue tan joven y bella.
Entre las décadas del cuarenta y cincuenta La Habana quería
ser moderna, despojarse de tanto criollismo aldeano. Su afán
extranjerizante podía terminar en la pesadilla del vicio y la noche
libertina pero también en el sueño de una ciudad cosmopolita,
abierta al flujo cultural, al intercambio de las modas y las nuevas ideas.
¿Dónde están las surtidas librerías, las
eficientes imprentas, las decenas y decenas de cines, las estaciones de radio
que transmitían la mejor música cubana y mantenían
informados de los ritmos foráneos a los oyentes? ¿Dónde están
los carnavales de La Habana? ¿Dónde sus cafés, fondas y
bares? ¿Y aquellos almacenes y tiendas para ricos y pobres, y no solamente
para los que tienen dólares como ocurre hoy en día?
Aunque se organicen fiestas y bailes populares, expoventas, ferias de
artesanías, recitales de poesía, exposiciones de pintura; en fin,
a pesar de las buenas intenciones por parte de algunas autoridades y ciudadanos
por inyectarle sangre nueva, sobre todo al casco histórico, casi nunca
percibimos la alegría si no acompañada de ciertas tensiones
provocadas por el malestar y la incertidumbre de la supervivencia cotidiana.
La Habana parece un cementerio en ruinas. Fosa común de sonrientes
cadáveres que viven en la nadahistoria, para usar una frase tan cara a
Virgilio Piñera.
Calles oscuras y llenas de baches, derrumbes, tanques repletos de basura,
edificios despintados, parques destruidos, soportales anegados en aguas albañales;
una vida diurna y nocturna reducida a la rutina de telenovelas, alcohol,
suicidio físico y moral.
La Habana ha envejecido mucho en los últimos 44 años; ya es
una anciana decrépita y famélica viviendo rodeada de prótesis
y remedios caseros que de nada sirven.
Todas las noches, cuando la ciudad recuerda su infancia o ve sus fotografías
de juventud, no puede dejar de llorar. "Lágrimas negras" como
la canción de Matamoros llenan sus ojos y los míos, que cierro con
fuerza para imaginar a una Habana que alguna vez nos perteneció más
allá de cualquier soberbia personal y de todos los odios y desmanes
oportunistas y politiqueros con que hoy pretenden educar a las nuevas
generaciones.
Llego a mi destino, al antiguo Muelle de Luz que sobrevive en la penumbra de
traficantes y prostitutas, de policías que entre columnas coloniales se
deslizan en silencio.
Miro al cielo. Va a llover. Otra vez anunciaron un frente frío. Cruzo
la calle. Tal vez sea la temporada invernal más larga del siglo. Respiro
profundo y regreso a mi casa sin levantar la vista, como un fantasma solitario
en medio de una solitaria ciudad.
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