Patria es
irrealidad
Tamina S. Cué
"Patria es humanidad" - JOSÉ MARTÍ.
LA HABANA, abril (www.cubanet.org) - "Mi patria es la irrealidad",
sentencia un oscuro verso del emigrado cubano José Kozer. "Dos
patrias tengo yo: Cuba y la noche", fue el testamento legado por otro José
un siglo antes -Martí, El Apóstol-, también desde el
extranjero. Y por supuesto: "Yo otra patria espero, la de mi locura",
es el alucinante remate de un Reinaldo Arenas que pocos años después
habrá de suicidarse en un diciembre del exilio.
Patria, irrealidad, noche y locura: somos ese tute fatal. Nuestra tradición
poética más desesperada así se encarga de recordárnoslo
en una suerte de ritornelo espeluznante. Tal es nuestra ninguneada tradición
negadora (anti-arcádica y anti-utópica): justo ésa que las
ideologías de turno no consiguen digerir sin un eructo obsceno o, peor,
una flatulencia impúdica. En ambos casos, igual se trata de una expulsión
que intenta "cortar por lo sano".
Así, nuestro corpus ideológico nacional desecha constantemente
lo negativo: lo deyecta por mera vocación de utopía e higiene de
futuro. Y es que, subvirtiendo sus raíces etimológicas, toda "ideología"
se comporta de niña como "idilio" y de anciana como "idiotez".
Son dogmas fundacionales que denigran al endeble tanteo del "no" para
magnificar al energúmeno voluntarismo del "sí". Alaban
la acción pero desconfían de la reflexión. Profesan culto
al + y pánico al -. La meta es podar cualquier imaginario histórico
alternativo: sea lírico o culinario.
Parodiando al sistema de Schopenhauer en "El mundo como voluntad y
representación", nuestro aparataje ideológico local bien podría
leerse como una especie de vulgarización titulada "Isla como
voluntad y represión". Y a este respecto, el mes de marzo de 2003
será ya otro peldaño roto en la escalada fallida hacia un paraíso
terreno, hacia ese edén ideológico que pasa constitucionalmente
por el desdén ideológico: por la fobia al Otro. Un fundamentalismo
devenido integrismo que tranca la data antes de que nadie alcance siquiera a "dar
agua" al dominó: "Tranquilidad viene de tranca", era la
reprimenda preferida de mi madre.
En marzo de 2003 bastó con la aparición de una estólida
NOTA OFICIAL para que decenas de personas terminasen en la cárcel,
incomunicadas y sin pronóstico clínico. Esta "eficacia
ejecutiva", en un país con tantos síntomas de
protocapitalismo salvaje como la Cuba de hoy, no debe asumirse con demasiado
pesimismo. Resulta cínico, pero de hecho consuela saber que al menos
conservamos una institución funcional, que la diálisis de la
transición no será contra el vacío absoluto -como muchos
temen con horror vacui-, pues la gangrena social aún no carcome a nuestro
último órgano: que es -por supuesto- el puño cerrado y en
alto, listo para descargar su enérgica voluntad sobre el pusilánime
Otro. Y es justo con tales bueyes con los que tenemos que seguir arando desde
ya, incluso al borde mismo del despeñadero: de cara al abismo posible de
una nadapatria futura.
De niña -a principios de los setenta-, durante las vacaciones de
verano, mi abuelo materno gustaba de recorrer conmigo las dramáticas
madrugadas del Valle de Viñales, donde él nació y vivió
hasta su muerte. Desde entonces nunca he dejado de sentir el olor de la niebla
bajo los cascos de su caballo Lucero -y la niebla era como una nube que se
tragaba a la tierra sobre la que trotábamos. Incluso hoy me emociona el
lomo jorobado de aquellos mogotes jurásicos emergidos del mar para
convertirse en ballenas suicidas -incapaces de cargar con su propio peso- y aún
me encandilan las luces del pueblo reflejándose en las nubes de arriba
como lengüetas de fuego. Desde entonces nunca he dejado de buscar el abrigo
protector de aquellos brazotes cálidos en medio del húmedo páramo
sobre el que flotaba Lucero. Y tampoco podré ya olvidar la frase que el
guajirazo viejo le soltó una noche a quien llamaba "su bejiga
espabilá":
- A esta hora ya Cuba no existe...
En marzo de 2003 he sentido raigalmente esa hora sin tiempo. "Mi hora
no está en el reloj: me quedé fuera del tiempo", es el
lamento de la poetisa cubana Dulce María Loynaz. En marzo de 2003 el peso
de la Isla de Virgilio Piñera resulta insoportablemente leve, ingrávido
casi. "Un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios: un pueblo
permanece junto a su bestia en la hora de partir", me anuncia el poeta.
¿Será marzo de 2003 mi hora de partir o acaso la de dar
testimonio?, se pregunta treinta años después aquella "bejiga
espabilá" que escribe ahora estas líneas con tufillo de
testamento -o epitafio-; la misma que luego se sentará frente a su fósil
televisor soviético, acaso a esperar por su propia detención
ejecutiva: aún sabiéndose ya a priori incomunicada y sin diagnóstico
clínico.
En tales ocasiones, la prosa no alcanza para destrabar los nudos de la
garganta. Para eso contamos con la tradición negativa de nuestra poesía,
esa "cronología del naufragio y del vértigo" que
intuyera otro poeta desesperado: Luis Marimón -fallecido en 1995, también
en el extranjero.
Locura, noche, irrealidad, patria -el orden no importa-: somos ese tute
fatal. Calzamos esa niebla que no se difumina siquiera a golpes de discurso y
porrazo, porque es una niebla matemáticamente indespejable: la baraja
embarajada de un mañana pregonado al por mayor ante la ausencia de
compradores.
Sólo que así como nuestro descoyuntamiento social es quien nos
define mejor, tal vez sea justo ese común desamparo existencial quien
obre el milagro de hacernos sentir menos solos -en mi caso, sin Estado y sin
Dios-: el milagro de aunar coraje suficiente para desterrar cualquier fobia al
Otro, cualquier marzo de 2003 futuro; en tanto mascullamos ante la muda pantalla
patria esos oscuros versos de "Mi patria es la irrealidad", "Dos
patrias tengo yo: Cuba y la noche", y por supuesto: "Yo otra patria
espero, la de mi locura".
Consummatum est.
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