Belkis Cuza Malé.
El Nuevo Herald,
septiembre 27, 2002.
Han pasado dos años desde aquel 24 de septiembre de 2000, cuando
Heberto Padilla fue hallado muerto en su apartamento de la Universidad de
Auburn, en Alabama. Desde entonces se ha escrito mucho sobre su obra y su
persona. Más sobre su persona. Y eso se debe, seguramente, a esa ''mala
fama'' que Fidel Castro se encargó de endilgarle al autor de Fuera del
juego, como se cuelga una medalla de oprobio en el corazón de un poeta,
de modo que fuese una mancha o ''un nudo en la madera de mis contemporáneos'',
como diría el propio Heberto de sí mismo en uno de sus más
conocidos versos.
Nuestros escritores y artistas, en apariencia auspiciados al principio por
la revolución castrista, se convirtieron pronto en sus víctimas más
sutiles al ir perdiendo no sólo las ilusiones, sino incluso la vida, en
circunstancias que ahora vemos cada día más claras. Como en las
extrañas muertes o suicidios de ciertos políticos y personajes
liquidados por el gobierno, habría que preguntarse quiénes fueron
los verdaderos culpables de la desaparición física de José
Lezama Lima, Virgilio Piñera, Enrique Labrador Ruiz, Guillermo Rosales,
René Ariza, Reinaldo Arenas y hasta el poeta Eliseo Diego, así
como la de tantos otros artistas que han perecido a lo largo de estos años,
dentro o fuera de Cuba, la mayoría silenciados, expulsados de los círculos
de creación, encarcelados, o negados en su condición de
intelectuales.
Víctimas también lo son los que se convierten en burócratas
de la cultura oficial, en defensores de la dictadura, por la ambición de
ver su nombre impreso, por un viajecito, un premio o un libro en una editorial
extranjera. Porque, ¿de qué se nutre un verdadero escritor, un
artista, sino de la libertad que necesita para expresarse, de ese flujo y
reflujo del pensamiento que no yace en cárcel oprobiosa, sino en la
dimensión sin fronteras de la imaginación?
En el caso de Heberto, nadie puede impugnarle errores que no cometió.
La mayoría ignora qué sucedió realmente con él, por
qué saltó a la fama (''la mala fama'', diría él) en
un abrir y cerrar de ojos, cuando las cárceles del país estaban
llenas y se fusilaba a diario. ¿Qué importancia tenía que un
poeta fuera a dar a la cárcel? En 1971, en las celdas de la Seguridad del
Estado de Villa Marista, las paredes guardaban la última señal, la
última marca de algún recién fusilado. Entonces, no todos
los que eran puestos a disposición del Tribunal Revolucionario Número
Uno de la Cabaña salían con vida o sin largos años de
condena. Y ése era el Tribunal que se encargaría de juzgarnos a
Heberto y a mí.
En uno de sus más temibles discursos, el que pronunció en
marzo de 1971, Castro señaló que en los próximos días
se harían ''revelaciones trascendentales'' sobre una nueva conspiración
de la CIA. Y es que entre los planes del tirano estaba el encausar a Heberto
como agente de la CIA, cosa que impidió la reacción mundial de los
intelectuales del mundo, muchos de ellos defensores a ciegas de la revolución.
En lugar de condenarnos a cadena perpetua, Castro escogió con mucho
sadismo la destrucción de Heberto Padilla.
Pero la autocrítica de Heberto Padilla, de la que participaron por
voluntad propia Pablo Armando Fernández, César López,
Manuel Díaz Martínez y yo, pone de relieve la naturaleza estúpida
del sistema comunista, la mentalidad siniestra de sus jueces. ¿A quién
se le ocurrió la autocrítica de un grupo de escritores, rodeados
de policías vestidos de paisanos? A Castro no le importaba que la gente
creyese o no en nuestra autocrítica. Sólo pedía --en lugar
de la cabeza de Padilla--, la humillación, la retractación. No se
trataba de un castigo, sino de algo peor, una muerte silenciosa, el deshonor
eterno.
Hace unos días, el poeta y crítico cubano Cintio Vitier, a
quien no se cansan de hacerle homenajes en el exilio, y encontrar excusas para
su triste papel de abogado del diablo (él, tan católico), concedió
una entrevista al periódico Reforma de México donde dice que a
Heberto Padilla nunca lo torturaron en Villa Marista, como si la definición
moderna de tortura siguiese siendo la que vemos en el cuadro del Bosco, la de
aquel hombre al que le están perforando el cráneo.
Yo, que fui la única persona que lo vio en la cárcel, a los
catorce días de permanecer incomunicado, puedo asegurar que Heberto fue
torturado por la Seguridad del Estado, que se le inyectaron drogas en las venas
para que hablara (o escribiera con su puño y letra una declaración
de autodegradación que le fue presentada), y que lo golpearon y
maltrataron, al extremo de que enfermó de los riñones, y tuvo que
ser ingresado en el hospital militar, y permanecer allí durante el resto
del tiempo que estuvo detenido.
Alrededor de la figura de Heberto Padilla se ha movido siempre la
controversia: por un lado los admiradores de su poesía, de su gran
talento creador, de los que entienden verdaderamente ''su caso'', la opresión
del sistema comunista; y por otro los enemigos políticos, sus detractores
más feroces, esa izquierda abominable que le puso siempre zancadillas en
las universidades y en muchos otros sitios.
Apesar de lo que decía, Heberto no supo o no pudo arrancarse de una
vez por todas esa segunda piel en que se había convertido su ''mala
fama''. Vivía con una depresión crónica, producto de todo
lo sufrido, de la desilusión y el dolor de haber escrito una poesía
profética, tras haber permanecido un año en la antigua Unión
Soviética.
La oficilidad de la Unión de Escritores quisiera, sin embargo, que
todos padeciéramos de ''mala memoria'' y olvidásemos los hechos
que condujeron a esa odiosa autocrítica. Que se borrase para siempre ''el
caso Padilla''. No los vamos a complacer, no vamos a borrar nada. Lo que hoy
pretende ser llamado un ''error'' de la revolución es una muestra
inolvidable de que la opresión intelectual, el escarnio y la falta de
libertades no han dejado de existir desde que se produjo ''el caso Padilla''. En
cambio, la poesía de Heberto es cada día más trasparente, más
útil, más hermosa. Y los que lo recuerdan, que son muchos, saben
que ''sí fue un poeta del porvenir''. Un gran poeta. Floreciendo como las
palmas.
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