Raúl Rivero.
El Nuevo Herald,
octubre 31, 2002.
Un oficial se me sentó en el pecho, me envolvió la cabeza en
mi pulóver y me preguntó si lo conocía. Le respondí
que no y de inmediato me golpeó en la frente con un objeto contundente y
me causó una herida de cinco puntos.
Este es el relato que, con banda sonora de rechinar de herrajes, escribió
el abogado invidente Juan Carlos González Leiva, en la unidad de
operaciones de la Seguridad del Estado en Holguín, Cuba. Se trata de un
material incómodo, un episodio que la izquierda de América y
Europa disimula y rehúye y que algunos medios de prensa desplazan para
publicar el paquete de consignas de los funcionarios criollos o una entrevista
con un escritor oficial, de paso.
La verdad es que esa categoría de sufrimiento y la realidad de que
González Leiva y otros nueve integrantes de una fundación de
derechos humanos de Ciego de Avila estén en prisión, sin juicio,
hace siete meses, no contribuye para nada al intercambio que los mercaderes
proponen hacer con los administradores de las cárceles. Pero no importa,
los compañeritos tienen que cumplir la alta misión de trabajar con
denuedo por nuevas victorias del socialismo y no los va a detener la agonía
de unos cuantos que sabrá Dios por qué graves delitos las fuerzas
patrióticas los mantienen encerrados.
Por iguales razones, habrán concluido, no hay que mencionar el caso
de otros 26 disidentes cubanos detenidos en la capital en febrero pasado y que
acaban de poner fin a una huelga de hambre de más de 40 días,
reclamando que se les ponga en libertad porque "no hemos cometido delito
alguno y durante ocho meses de encierro no hemos podido hablar con un abogado,
ni se nos ha presentado ante ningún tribunal de justicia''.
Esta gente no tiene recursos, son fantasmas detrás de las rejas que
los hacen más invisibles.
Ahí sigue enfermo y rodeado de delincuentes el periodista Bernardo Arévalo
Padrón, preso desde 1997 en Ariza, al sur y en el centro de Cuba. Más
allá estuvo hasta hoy el doctor Oscar Elías Biscet, aferrado a
Dios y a la poesía, huésped, a la fuerza, de otra ergástula
holguinera. En el extremo oriente sigue el joven Néstor Rodríguez
Lobaina, el líder estudiantil que ha sufrido en los calabozos agresiones
y golpizas. Por el medio de la isla está José Luis Pérez,
Antúnez, que lleva desde 1992 en todas las listas de presos políticos
cubanos, pero nada alivia su vía crucis y su caso, por viejo, puede
llegar a percibirse peligrosamente como parte del membrete de las hojas de
informe. En La Habana sufre también Francisco Chaviano, con sus 15 años
sobre los hombros, igualmente folclorizado en los documentos donde se reclama
libertad para los hombres que, dentro de Cuba, asumieron un pensamiento
independiente y, aun cuando todos salieron de las zonas más legítimas
y humildes de la sociedad, la maquinaria gubernamental y sus aliados los
convirtieron en enemigos del pueblo.
Ellos no tienen nada que ofrecer, ninguno de sus tesoros son tangibles, sólo
tienen sentimientos, ideas, sueños, elementos sin valor para los dogmas y
las intolerancias, y pura neblina frente al dinero. Sus dolores no deben tener
ecos, porque no están en el poder, ni son esclavos de los poderosos.
Ellos, allá en sus rincones sucios, donde añoran la libertad,
sufren por cuenta propia, sin considerar los intérpretes de la clase
obrera. Sus tormentos de hombres olvidados, que se queden en el ámbito de
las familias, porque las playas, las tierras, los ríos y las montañas
del país, lo poco que va quedando, está en manos de sus
carceleros, gente pragmática y feliz, abierta al comercio y la
democracia.
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