Una excursión
al zoológico
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, agosto (www.cubanet.org) - El zoológico nacional de Cuba
está ubicado en los confines del mundo. Sin transporte propio no hay
manera de llegar a él, a menos que se guste de largas caminatas. Más
allá del Parque Lenin, que es como decir donde el diablo se burló
de su abuelita, abre sus puertas al escasísimo público que lo
visita.
Sus áreas de exposición son una verdadera delicia. La Pradera
Africana, vaya eufemismo pomposo, exhibe exactamente tres viejos, cansados,
aburridos elefantes; diez cebras comunes, si no me falló la cuenta; tres
rinocerontes y dos parejas de hipopótamos a los cuales apenas les vimos
las narices ya que andaban de pic-nic en un hediondo estanque que los salvaba
del tórrido agosto. La yerba rala y requemada por el sol era el banquete
de los felices animales, algunos árboles esmirriados sus elegantes
parasoles.
El Foso de los Leones, una excavación de farallones abruptos, con
doble puerta metálica, encierra a seis leones de caras tristes, gargantas
silenciosas, ojos perdidos en la distancia, con una pinta de vegetarianos que le
zumba. A los pobres, según nos explicó la guía, les brindan
la carne de un caballo cada quince días, imagino que devoren hasta los
cascos.
En otro foso, con estanque incluido, había tres osos negros cuyo
jadeo sofocado los tenía sin ánimos para moverse de debajo del único
árbol que sombrea su recinto. Seis pares de flamencos en un estanque de
aguas verdes, más de una docena de patos y un mono que trataba de
alcanzar una flor de majagua.
En las jaulas del llamado zoológico infantil, allí pensé
ver todo tipo de cachorritos, había una hiena rayada, dos monos verdes,
un macaco, un cachorro de león, dos venados, un loro y muchos lagartijos
en los troncos de los flamboyanes.
Cansados de ver tantos ejemplares únicos, curiosos, raros, nos fuimos
a una micropresa donde tres botes plásticos esperaban a que alguien los
alquilara. Rentamos uno y nos dedicamos a remar en las apacibles aguas. Al fin
pudimos ver tres búfalos que gozaban de un baño refrescante
mientras un montero desesperado les daba voces para llevarlos a otro lugar.
Y suerte que las mujeres cubanas, a fuerza de amargas experiencias, se han
tornado precavidas. Si no, hubiéramos pasado más hambre que un
piojo en una peluca. Cuando Gabriel dijo: "Papá, tengo hambre",
inmediatamente pensé en la cafetería del lugar. Para qué
contarles de la oferta. La tablilla del menú decía: "Cigarros
Populares, siete pesos. Gracias por su visita". Y ahí Yolanda haló
por la mochila salvadora. Desde el día anterior había preparado
unos emparedados y puesto a congelar refrescos instantáneos.
Nuestra visita al zoológico nacional estuvo motivada por un anuncio
que Gabriel había visto por la televisión. Según nos contó,
el lugar era una maravilla. Y allá nos fuimos. Cuando regresamos le
pregunté: "¿Qué animal te gustó más?"
y sin pensarlo, me miró con picardía y me dijo: "Tú,
cuando te encabronaste en la cafetería".
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