LA HABANA, Cuba.- Fueron las notas del Himno Nacional, tocadas por una banda de conciertos de Regla, las que me obligaron a detener el paso y a quedar firme este último 24 de febrero en el Parque Central; sin embargo no serían muchos los nacionales que respondieron de la misma manera. Con estupor miré el desaire que hacían mis coterráneos a ese canto que convida a los bayameses a hacer combate. Muy pocos seríamos los cubanos que, mientras desandaban esa parte de la ciudad, optaron por la posición de firme para hacer una reverencia al himno.
La razón aparente del acto, eso lo sabría después, no era otra que la celebración del 122 aniversario de aquel grito de “Viva Cuba Libre”, que se produjo en fecha similar, pero de 1895, en Baire, localidad del oriente cubano, y que tendría múltiples y simultáneas resonancias en diferentes regiones de la geografía cubana. Martí y Gómez habían llamado al levantamiento y; Bartolomé Masó, Guillermón Moncada, Juan Gualberto Gómez, entre otros, cumplieron con los reclamos del Apóstol y del Generalísimo gritando de manera idéntica a como se hizo en Baire en varios sitios del país.
Y recordé también otro suceso que esta vez quedó olvidado; durante esa jornada pudo rememorarse otro gran acontecimiento de la vida cubana y habanera a la que no se hizo la más mínima mención. Resulta que en fecha idéntica, y a escasos diez años de que se produjera aquel grito mambí, se develó en ese mismo parque la estatua de José Martí ante la mirada de Leonor Pérez, Carmen Zayas Bazán y Máximo Gómez, entre otros; pero de ese acontecimiento nada diría el único orador del acto. Un joven treintañero de brevísima estatura, y voz pomposa, tronante casi, mencionó el levantamiento del 95, y a algunos de sus gestores. Resultó ser Yusuam Palacios Ortega, presidente del Movimiento Juvenil Martiano de Cuba.
Y luego saldría de esa figura nimia, y de su garganta atronadora, un discurso que me hizo recordar el tono exaltado de las peroratas de aquel Hassan Pérez Casabona, de tan triste recordación, y que tantos nos martirizara con sus impertinentes y trasnochadas monsergas. El orador de esta vez no hizo gran esfuerzo para recordar la fecha. No hubo detalles de los preparativos de Martí en Nueva York, del grito mismo o del Manifiesto de Montecristi firmado por Gómez y Martí. Los patriotas cubanos levantados en el 95 no recibieron en su discurso el homenaje que merecían.
La ocasión fue propicia para entregar los premios: “Utilidad de la virtud” a algunos cubanos bien comprometidos con el discurso oficial, aunque no sé si con el pensamiento Martiano, que no es lo mismo, aunque se diga lo contrario. Esta vez, como sucede siempre, las invocaciones serían para quienes asaltaron el Cuartel Moncada, vinieron en el Granma o subieron a la Sierra Maestra.
El Apóstol aparecería a la fuerza, y por propiedad transitiva, en la obra de otros. Y eso ocurre en Cuba con inaudita frecuencia. Supongo que esos “olvidos” son los culpables de que sean tantos los jóvenes cubanos que desconocen “cándidamente” la historia de la isla, y eso me parece un desparpajo. Como desparpajo fue también el comentario que me hiciera un joven policía, oriental por cierto, que quería saber porque era el acto. Cuando le hice saber que la celebración tenía que ver con el grito de Baire me dijo, muerto de risa: “Ay, ese grito es el que pega mi abuela cuando llega el pan”.
Porque lo miré extrañado, molesto, me hizo saber que su abuela vivía en Baire pero no mencionó el grito de “Viva Cuba Libre”; ese lo mencioné yo, y también le dije que ese breve instante del grito, ese que acabó con la quietud aparente, había quedado en la eternidad de este país, que ese grito había despertado la fe de los buenos cubanos y que hasta los hizo levantar sus machetes y cabalgar contra el enemigo. Luego le aseguré que si cuidara y defendiera la historia que había hecho su tierra oriental, quizá a sus coterráneos no los deportaran cada día ni los llamaran despectivamente palestinos.
Y ahora, mientras escribo estas líneas, creo que si no me puso las esposas, que si no me llevó a la estación de policías más cercana para acusarme de desacato, fue porque creyó que mi discurso era idéntico al de los oradores de esa tarde y al de quienes recibieron allí los premios. El policía de Baire no me gritó y se fue sin decir una palabra, y yo me quedé pensando en la grandísima culpa de los tantos oradores que le han nacido a este país. Esos para quienes la historia importante es la que vino después de 1959, esos que suponen que después de ese “triunfo” llegó un estado de perfección e inteligencia.
Ese joven policía no aprendió en la escuela sobre la autonomía que tienen los tantos sucesos de la historia. A él le hicieron creer que Martí, Gómez, Maceo, y tantos otros, prepararon la guerra, y la hicieron luego, para que cincuenta y ocho años después se asaltara el Moncada, y para que llegara luego el Granma a las costas cubanas. Ese joven, como tantos otros, como los oradores de esa tarde, ven la historia como un progreso que llega siempre a lo más “sublime” invalidando los sucesos anteriores, y eso no es así. Y si no nos damos cuenta del error terminaremos negando a Martí, y poniendo a otro sobre el pedestal desde el que se yergue el Apóstol del Parque Central de La Habana.