VILLA CLARA, Cuba. – Mucho antes de las seis de mañana, Sergito prende el fogón de petróleo adosado a su puesto de fritas para que el aceite del caldero alcance el punto de ebullición conveniente. El caldero luce achicharrado y el líquido en su interior desprende el olor característico de su uso indiscriminado. Todo lo que caiga en esa cazuela hirviendo tomará el mismo sabor del humo, del queroseno, de la harina requemada.
El friturero nota que el tufo del combustible, junto a la quema de la grasa, atraviesa sin remedio las mascarillas de dos clientas que esperan. Aclara que se debe a la mezcla de manteca de cerdo con aceite vegetal. “Antes yo botaba el aceite con el que freía todo el día. Ahora hay que aprovechar hasta un dedo que quede en el caldero”, se justifica.
Ayudándose de una cuchara, el hijo de Sergio comienza a verter pequeñas bolas en el recipiente hirviendo que se cocinan con rapidez pero que se reducen al tocar la manteca. El padre lo increpa, no obstante, para que disminuya aún más la dosis de aquella masa de harina de pan salpicada con hojas de ajo puerro. “Hay que ahorrar”, explica.
A las siete de la mañana ya le han comprado el primer lote de veinte frituras vendidas en un módulo de tres por cinco pesos en recortes de cartón. En esa zona y en ese horario matutino no hay más ningún otro sitio donde los transeúntes puedan desayunar antes de incorporarse a sus trabajos. “Te podrá parecer que las frituras saben mal, pero son las ´matahambre´ de mucha gente por aquí. Al menos es algo caliente que les cae en el estómago por las mañanas”.
Al mediodía, Sergito debe cerrar el negocio y, con las ganancias, trata de buscar los suministros necesarios para su casa y su familia. “Siempre he vendido croquetas, frituras, churros y rositas de maíz. Cuando las escuelas estaban abiertas me daba más negocio”, explica. “Los muchachos salían a las cuatro de la tarde muertos de hambre. Antes, tampoco me veía en la necesidad de cobrarlas a ese precio, pero se ha puesto muy difícil conseguir la harina de pan”.
Los puestos de fritas son recordados por muchos cubanos como una tradición culinaria de antaño que se fue degradando por la propia escasez. Si antes consistía en una masa cárnica, generalmente de res, que se servía con pan, con los años noventa se transformó en una bola aceitosa de harina de trigo. No obstante, es uno de los pequeños negocios callejeros que ha perdurado hasta hoy en los barrios de Cuba.
La mayoría de los emprendimientos en provincias como Villa Clara se vieron afectados a principios de este año por un rebrote inesperado de COVID-19. El regreso a la normalidad parece una utopía para muchos cuentapropistas que se perjudicaron con el cierre de las fronteras intermunicipales y la restricción de movilidad. En su mayoría, abastecían su negocio con materia prima que otros fabricaban, “conseguían” o cultivaban, ante la ausencia de un mercado mayorista y el desabastecimiento del minorista.
“Las cosas se compran más baratas en los otros municipios y en los pueblos. Sin podernos mover, tenemos las manos amarradas y sin esperanza de hacer otra cosa. Yo no sé hacer otra cosa”, añade Sergio, cuya fuente de ingresos se redujo notablemente a principios de este año.
Dos meses después de que se anunciaran los primeros casos en la provincia y se decretara el confinamiento, Yeini Arias se decidió a confeccionar pudines para vender. “En mi vida había hecho un dulce en la casa, pero empecé a vérmelas duras con una niña chiquita y los precios altísimos”. Esta muchacha, que antes trabajaba vendiendo útiles del hogar, tuvo que dejar su puesto de trabajo para dedicarse al cuidado de su hija. “Arranqué por dos y me los arrebataron. Me iba a la bodega y compraba los panes que las familias con mejores posibilidades no querían. Mira tú, ahora esas mismas personas me encargan pudines, porque no tienen ni una confitura para sus niños”.
Antes, a Yeini le traían la leche desde un campo cercano, pero en los últimos tiempos ha tenido que subir los precios de sus dulces para que su pequeño emprendimiento obtenga las ganancias que ella precisa para vivir. Cada uno es vendido a 80 o 90 pesos, en dependencia de la cantidad de huevos, a solicitud del cliente. “La bolsa de leche en polvo cuesta 250 pesos en la calle y el azúcar no la encuentras en ninguna parte”, afirma.
Negocios como estos, sin patente y con productos comprados al margen de la legalidad, sobreviven gracias a la gestión propia, con esfuerzos individuales, de manera tal que los ingresos que generan pasan a las arcas de otro cuentapropista que se dedique a otro emprendimiento similar. No en vano Yeini, sin conocer de economía, analiza que vende pudines para obtener un dinero que circula en su mismo barrio. “Prácticamente, lo hago para comprar galletas y mantecados a la misma mujer de la esquina”.
En los últimos tiempos se han retomado en los barrios de Santa Clara otros negocios que habían desaparecido algunos años atrás, porque habían dejado de ser rentables ante la competencia de los establecimientos del estado, que anteriormente ofertaban confites y helados de factura industrial. En cierto modo, la crisis y la pandemia los ha ayudado a vender más. Sin embargo, al alza de los precios apenas les permite un margen para “vivir el diario”.
La venta de caramelos manufacturados, de paletas de helado o de los llamados durofríos han regresado con mayor fuerza que en el período especial producto de la escasez de confituras, tanto en las tiendas en moneda nacional como en los mercados por MLC. También se han puesto de moda otras preparaciones criollas como los mantecados o los dulces de coco.
En su misma cuadra, Mirta Velazco, una señora residente en las afueras de Santa Clara, ha elaborado durofríos desde que su esposo se jubiló, pero dejó hacerlo porque sus ventas decrecieron años atrás. Ahora, le compran más de 20 durofríos diarios. Para sacarle alguna ganancia a sus bloques de refresco congelado, esta señora debe comercializarlos a tres pesos cada uno porque tiene que invertir en frutas como piña o guayaba a precios de cuentapropistas, o bien en paquetes de polvo instantáneo, cuyo valor supera los 25 pesos en el mercado callejero.
“Nada de esto alcanza para vivir bien, pero me garantiza los medicamentos o la electricidad. Es un extra”, revela. “En realidad, antes hacía menos durofríos porque me ocupaba mucho espacio en el congelador, pero ahora está que se puede patinar y lo que se consigue va directo a la olla”.
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