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¿Vale la pena vivir la vida que nos espera?

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(foto: MSN/Getty)

LA HABANA, Cuba. – En Cuba, la COVID-19, de creer las cifras que dan las autoridades —e incluso si las manipularon—, ha causado menos muertes que en otros países: solo hubo 87 fallecidos. El régimen se vanagloria por ello, lo atribuye a la excelencia de la medicina cubana, al empeño que puso el Estado en combatir la pandemia, y lo califica como una heroicidad, teniendo en cuenta la falta de recursos por la difícil situación económica que atraviesa el país.

Si se tiene en cuenta la mala nutrición, la escasez de medicamentos y de artículos de aseo, la insalubridad, las aglomeraciones en las colas para comprar alimentos, parece un milagro que no hubiese centenares o miles de muertos. Según algunos creyentes, eso confirma una vez más que Dios, con todo lo que nos aprieta, a pesar de las pruebas y penitencias que nos impone, ama y protege a los cubanos.

El manejo “exitoso” de la epidemia por parte del régimen se debió en gran parte a las medidas draconianas que impuso. En medio de una cuarentena estricta, sin transporte público, con la gente encerrada en sus casas y el confinamiento de todos los casos sospechosos, la policía tomó las calles y efectuó detenciones e impuso multas a tutiplén a todo el que considerara, con razón o sin ella, que estaba violando las medidas establecidas para evitar la propagación de la enfermedad. Como resultado, hubo muchísimos más detenidos y multados que contagiados.

Tales medidas y comportamientos policiales solo son posibles bajo un régimen totalitario. En una democracia, para bien o para mal, como resultó en esta ocasión con la pandemia en muchos países, las personas, por mucho que teman por sus vidas, no se ponen ciegamente y sin objeciones, en manos del Estado para que las maneje y cuide como a un rebaño.

El Estado, dizque por nuestro bien, nos ha tratado a los cubanos como una piara, que si no obedece, recibe castigos y zurras.

El régimen, asustado por la difícil situación que atraviesa, temeroso de un reventón, aprovechó la excepcionalidad de la pandemia para reforzar aún más sus controles, apretar la tuerca al sector privado con el pretexto del combate a las ilegalidades, y aumentar la represión contra los opositores y los periodistas independientes.

Es asfixiante constatar que como en los peores momentos de estos 61 años de dictadura, casi todo lo que no es obligatorio, está prohibido.

No se vislumbra algo mejor, sino lo contrario, con la chapucera, retrasada e insuficiente por sus trabazones nueva estrategia económica, anunciada en medio de un regañón berrinche presidencial y mal explicada por un ministro de Economía atascado en la vieja fórmula de la planificación centralizada y las empresas estatales.

Se da por descontado, pese a lo que digan el periódico Granma y el NTV, que habrá más marcadas diferencias sociales y se multiplicará el número de náufragos y perdedores. ¡Y ay de los ancianos y los enfermos que no tengan familiares en el exterior que les envíen remesas!

Lúgubre paisaje el que nos quedará por delante luego de la batalla contra la COVID-19.

Mientras nos adentramos en la “nueva normalidad” dolarizada y llena de restricciones, cada vez escucho a más personas decir que con tanta hambre, con todas las vicisitudes que estamos pasando, más las que nos faltan todavía, no vale la pena vivir la vida que nos espera.

Con tanto desánimo y depresión como hay, con tantos comentarios pesimistas como escucho por doquier, no me extrañaría que en los próximos meses, como ocurrió durante el Periodo Especial, se dispare la cifra de suicidios en Cuba.

Los suicidios —o el eufemismo con que los denominen en los datos oficiales— se sumarán a los casos que no clasifican como tales, o sea, los que se apartan a un lado y como suele decirse, “se tiran a morir”. O revientan de tristeza. Principalmente personas de la tercera edad, que en los cubanos se inicia antes de tiempo, en cuanto asoman las primeras canas. Contra su vida —o el purgatorio que llaman así— conspiran la mala alimentación, la falta de medicinas, las pensiones ridículamente bajas, el maltrato de sus familiares, que con lo duro que está el día a día, por la falta de espacio en sus vivienda, porque son otra boca más en la mesa, los ven como un estorbo y los arrinconan y maltratan.

También es de suponer que entre los que se quiten la vida, habrá muchos jóvenes. Con tanta desesperanza, ante la falta de oportunidades, se darán por vencidos apenas iniciada una carrera que cada vez pinta más fea para la inmensa mayoría.

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