LA HABANA, Cuba. – Durante esta semana, el interés de la opinión pública se ha centrado en las declaraciones harto críticas que el presidente Donald Trump ha dedicado a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los desencuentros que el brote del nuevo coronavirus ha hecho surgir entre el gobierno actual de la superpotencia y la referida entidad de la ONU, comenzaron hace meses.
Y hay que reconocer que al actual inquilino de la Casa Blanca no le faltaba razón cuando postuló la suspensión de los viajes internacionales como una forma de frenar la difusión del mal. Aunque ahora nos parezca increíble, en aquella ocasión, cuando China era el único país afectado por la COVID-19, los funcionarios de la OMS se mostraron muy en desacuerdo con esa propuesta de Trump.
Nosotros, los cubanos de a pie, tenemos buenos motivos para no simpatizar con los burócratas internacionales de la salud. Me refiero a la intervención que estos últimos han tenido en la inicua explotación que sufren los médicos cubanos que son enviados “en misión”. Cada uno de estos profesionales cobra apenas la quinta parte (o poco más) de lo que el país en el que trabaja desembolsa por sus servicios.
El resto va a parar a las codiciosas manos del régimen castrista. Pero las organizaciones de la salubridad internacional también reciben su lasquita. Es cierto que las pruebas más sólidas apuntan hacia la sucursal hemisférica de la OMS. Me refiero a la Organización Panamericana de la Salud (OPS), que, a cambio de un porcentaje, se prestó a avalar, en detrimento de los galenos cubanos, los jugosos contratos concertados por los servicios de éstos.
Pero los silencios cómplices de la agencia especializada de la ONU no terminan ahí. Hasta ahora, no se sabe que la OMS haya reclamado alguna explicación oficial del régimen comunista del gigante asiático sobre cómo se inició lo que ya hoy constituye una inmensa catástrofe universal. ¡Y vaya que los maoístas tienen bastante que explicar!
Al comienzo del desastre, se apuntó, de manera oficiosa —y hasta subliminal, si se quiere— a la posible ingestión de un murciélago mal cocinado por un habitante de la ciudad china de Wuhan, lugar de origen de la pandemia. Esta versión sugeriría una mutación del virus al pasar de esa especie animal a los seres humanos.
Pero en los medios ha alcanzado notable difusión un reportaje realizado por la prestigiosa RAI italiana hace la friolera de cinco años. En él, se denunciaban los experimentos realizados por la China comunista: “Científicos chinos crean un supervirus pulmonar en murciélagos y ratones”, era el planteamiento inicial del argumentado trabajo periodístico.
Los realizadores italianos continuaban señalando que el experimento perseguía sólo fines de estudio, pero acto seguido se preguntaban: “¿Vale la pena crear una amenaza tan grande sólo para poderla examinar?”. Palabras premonitorias, debemos reconocer a la luz de la catástrofe actual.
Otro roce entre Trump y la OMS se produjo a raíz del acertado nombre que le dio el Jefe de Estado norteamericano al nuevo mal: “Gripe china”. Una vez más, los burócratas internacionales “políticamente correctos”, cuestionaron la ocurrencia presidencial. No estuvieron solos en esa postura, pues no faltaron algunos —incluso en el gran país del Norte— que impugnaron la frase, llegando a tildarla de… ¡“racista”!
“No permitiremos que se repita el error de la ‘gripe española’”, clamó el agitador chino Xiang Yang. Y es cierto que es injusto atribuirle ese origen hispano a un mal que surgió en Estados U nidos y fue difundido por los soldados franceses. Pero con el coronavirus ha sucedido lo contrario: Todo indica que sí surgió en China y a raíz de todo un lustro de experimentos cuyo fundamento ético (o falta de él, deberíamos decir) es harto cuestionable.
El día 7, Trump declaró: “Vamos a suspender los pagos a la OMS. Vamos a poner una suspensión muy poderosa sobre ellos, y ya veremos”. Después matizó: “No he dicho que lo vamos a hacer”. En cualquier caso, el anuncio está hecho, y cabe esperar que la advertencia ayude a que la Organización reclame explicaciones del gobierno comunista de China y emita un dictamen objetivo sobre el origen de la tragedia.
Ese esclarecimiento podría versar no sólo sobre los peligrosísimos experimentos de cuya realización alertó la Televisión Italiana hace un lustro. También sobre las omisiones de las autoridades chinas en Wuhan. La OMS se ha deshecho en elogios acerca de las políticas de Beijing, pero nada ha dicho con respecto a que el cierre total de esa ciudad, epicentro de la pandemia, se decretó sólo tras haber salido de ella la mitad de su población: la friolera de cinco millones de seres humanos…
A la luz del desastre ocasionado, surgen las naturales preguntas: ¿La pandemia se inició a raíz de un terrible accidente? ¿O se trató de una acción deliberada! Las implicaciones de las posibles respuestas son tremendas. Pero en cualquiera de ambos casos, los comunistas chinos saldrán muy mal parados.
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