LA HABANA, Cuba.- Hoy se cumple un año del derrumbe que mató a tres niñas de entre 10 y 11 años en el consejo popular Jesús María, de la Habana Vieja. Parece que fue hace siglos cuando aquel balcón en la esquina de Vives y Revillagigedo se vino abajo, arrastrando tras de sí la felicidad y el consuelo de tres familias que a partir de ese momento debieron lidiar no solo con la pérdida más dolorosa; sino con la condición de víctimas de una tragedia nacional, insoluble, enraizada en un esquema político que ha condenado a sus ciudadanos a un grado de indefensión sin respuestas, donde la gente acaba creyendo lo que necesita creer para que la vida cobre algún sentido.
Ha pasado un año y el barrio de Jesús María parece haber olvidado. Esa fue nuestra primera impresión cuando nos detuvimos en el parque de la escuela primaria Quintín Banderas a mirar lo que hoy es solo una esquina, pero el 27 de enero de 2020 fue el altar elegido para la humilde vigilia que vecinos y amigos dedicaron a Rocío García, María Karla Fuentes y Lisnavy Valdés; tres niñas de sexto grado, tres hijas de otras tantas madres que aún no vuelven en sí y probablemente jamás lo harán. No del todo.
El aumento de casos positivos al coronavirus ha sumido el barrio en un sopor casi rural. Pocos, aparte de los familiares, recordarán el rescate de los tres cuerpos sepultados bajo los escombros; el despliegue de policías y agentes de la seguridad del estado; la presencia, nunca antes vista, de las máximas autoridades de la capital en el lugar del siniestro; o el mensaje de condolencias, escueto y apresurado, de Díaz-Canel.
A dos cuadras de la escuela primaria, en la calle Esperanza, vivía Rocío. Su abuela conversaba en la acera con una vecina cuando nos acercamos. De la casa contigua, donde habita la presidenta del CDR, salió un oficial del MININT que nos escudriñó con la mirada.
La señora nos invitó a pasar, aunque se negó a dar declaraciones. En las paredes de la sala hay fotos de su nieta, quien fuera hija única y estudiante ejemplar; de ello dan fe varios diplomas. No permitió que tomáramos fotos, pero nos aseguró que ellos estaban bien. “Sí, mañana hace un año”, afirma con aire extraviado, y añade que su hija, la mamá de Rocío, había salido con un oficial rumbo al Vedado, para tratar algo relacionado con la causa judicial abierta después del derrumbe, porque “eso no se podía quedar así”. Repitió la frase varias veces, más para sí misma que para nosotros; y calló de repente, como si la hubieran desconectado.
Los medios estatales de comunicación nunca se han referido a las acciones legales presuntamente tomadas para determinar quiénes habrían sido los responsables por la muerte de las tres niñas. El caso de Jesús María solo ocupó espacio en la prensa para insinuar que la culpa había sido de quien retiró la cinta amarilla que avisaba del peligro de derrumbe; una acusación que fue desmentida por los propios vecinos, quienes además aclararon que el balcón ni siquiera había sido apuntalado.
Otras dos cuadras nos llevaron a la casa donde vivía María Karla, casi en la esquina de Vives y Factoría. Al igual que Rocío, la niña murió de manera instantánea en el siniestro. Los vecinos que la sacaron de debajo de los escombros apenas podían describir la escena en aquel momento. Un año después, evitan dar declaraciones.
Desde el sofá de la sala el padrastro de María Karla nos mira con recelo. Hace un gesto de hastío al conocer el motivo de nuestra visita y nos asegura que “aquí todo está bien”. Del proceso judicial, si realmente lo hay, no quiere saber nada. Dice haber advertido a los policías que no fueran a su casa a nada. “La mamá de una de las niñas está en eso, pero nosotros no sabemos nada”.
Detrás de esa frialdad aparente, el miedo y el hartazgo bullen al máximo. Ese hombre, que crió a María Karla desde pequeña, no tiene interés en los culpables. Tal vez cree que todo es un paripé para tener a las familias entretenidas con la promesa de que se hará justicia. Tal vez está consciente de que los verdaderos responsables jamás responderán ante un tribunal y se niega a aceptar como culpables a chivos expiatorios que no son propietarios de la única grúa de demolición con que cuenta la capital para ocuparse de los problemas del fondo habitacional; ni disponen de madera para apuntalar; ni estampan su firma al pie de documentos que otorgan parcelas para construir hoteles mientras La Habana se cae a pedazos, a veces encima de niñas que acaban de salir de la escuela.
Aquella tarde Magdaly, la madre de Lisnavy, acudió a toda prisa al oír el estruendo, y sacó ella misma a su hija de debajo de los restos del balcón. Testimonios relatan que puso el cuerpo de su niña en la acera; todavía respiraba. Fue la única que llegó viva al hospital. Según precisó un vecino de la zona que las conoce a ambas, ni Magdaly, ni Margarita, su madre, quieren hablar del tema.
El barrio de Jesús María, inusualmente silencioso, desgrana sus rutinas. El pesar y el aislamiento que ha traído la pandemia se solaza con otras angustias de las que nadie habla. Solo un hombre, que pasó junto a nosotros mientras mirábamos el repello crudo dejado por los constructores en la fachada tras la caída del balcón, murmuró: “sí, ahí mismo fue”.
El barrio recuerda, aunque calle. En la charla cotidiana, sin embargo, se han instalado los términos “accidente” o “fatalidad” para referirse a lo ocurrido. La negligencia estatal, la carga política de esa desgracia cada día se diluye más en la agitada supervivencia y el silencio intencional de los medios oficiales. Ha pasado un año, y tres familias siguen esperando por la justicia de la Revolución.
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