LA HABANA, Cuba.- Desde que el pasado 19 de abril se produjo el traspaso del gobierno de manos del General Raúl Castro a Miguel Díaz-Canel Bermúdez, mucho se ha especulado en los medios extranjeros acerca del posible inicio de una transición política en Cuba. Por alguna inexplicable razón ciertos colegas –quizás bienintencionados, aunque mal orientados– identifican al nuevo mandatario cubano como una suerte de timonel que conducirá a la Isla náufraga hasta el venturoso puerto de la democracia.
Los defensores de esta tesis se basan tanto en cuestiones objetivas, entre ellas la imperiosa necesidad de efectuar aperturas al interior de la Isla que permitan oxigenar la agónica economía nacional y mejorar las difíciles condiciones de vida de los cubanos, como en razones más subjetivas, especialmente el cambio generacional de la dirección política del país –que eventualmente acabaría sustituyendo al resto de la mermada generación histórica de los cargos que todavía ocupan–, con el beneficio adicional de que los nuevos dirigentes al frente del Gobierno, si bien no tomaron parte de la épica del Moncada, del Granma y de la Sierra Maestra en la que se basaba la supuesta legitimidad del poder autocrático del castrismo, tampoco cargan sobre sí el peso de los paredones de fusilamiento, del despojo de las propiedades, de los campos de trabajo forzado y de todas las atrocidades cometidas por la dictadura cubana en las últimas seis décadas.
En defensa de esta pretendida agenda transicional –hasta el momento más deseada que posible– a la que se refieren algunos alucinados medios foráneos, podría mencionarse que en la Cuba actual existen, en efecto, similitudes sociopolíticas con países que en el último tercio del siglo pasado protagonizaron procesos de transición democrática tras largas dictaduras. Tales son los casos de Portugal y de España, las dictaduras más longevas de Europa, aunque no tan perdurables como la cubana.
De hecho, la casi sexagenaria autocracia castrista no es sino una fallida tentativa de transición que terminó siendo traicionada: la deriva de la revolución pro-democrática llegada al poder en enero de 1959 so pretexto de derrocar la dictadura anterior, impuesta por el golpe de estado de Fulgencio Batista, en marzo de 1952. Esto convierte a los cubanos en poseedores del deshonroso privilegio de haber vivido ininterrumpidamente bajo condiciones de dos dictaduras consecutivas durante los últimos 66 años.
Ahora bien –y salvando las razonables variaciones de matices–, entre las semejanzas de la realidad actual cubana con las condiciones de los países antes mencionados en los momentos en que se produjeron sus respectivas transiciones se cuentan la presencia de un poder autocrático basado en una ideología única (y personalista), la intensa y permanente propaganda del pensamiento gubernamental unida a la más inflexible censura sobre cualquier opinión o corriente política alternativa, el culto oficial al líder –que en el caso cubano se intenta prolongar más allá de la muerte de éste–, la exaltación de un pasado histórico heroico que supuestamente justifica la ideología y el liderazgo del Poder dictatorial y que, además, marca la pauta nacional hasta el presente y hacia el futuro, el control social a través de la policía política represiva y de las organizaciones pro-gubernamentales (represión selectiva para sembrar el miedo y el silencio en la sociedad), y el corporativismo económico del Estado, que en Cuba es también, a la vez, Gobierno y Partido único.
Sin embargo, son las diferencias las que –pese a ser quizás cuantitativamente menores– resultan más profundas y determinantes a la hora de explicarnos el retraso (por no decir, la inexistencia) del largamente esperado proceso de transición democrática en Cuba.
En el caso de Portugal, el derrocamiento de la dictadura salazarista fue resultado de un levantamiento militar que trascendería como Revolución de los Claveles (abril de 1974), protagonizado por el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), una fracción rebelde del ejército encabezada por un grupo de oficiales descontentos con el Gobierno debido, fundamentalmente, al estancamiento de la guerra en las colonias portuguesas de África y Timor Leste.
Precisamente por la importancia de la élite militar para la conservación de sus colonias, el ejército constituía un importante pilar político para el gobierno portugués, de ahí que la posibilidad de una conspiración militar de grandes proporciones en Portugal no solo parecía contradictoria o casi imposible para el régimen sino que tomó por sorpresa a la poderosa policía política, el más eficaz guardián del salarcismo. La capacidad de organización, la disciplina militar y la extensión del MFA hicieron posible que en solo cuestión de horas se extendiera la revolución, la dictadura fuera derrocada y –tras dos años de turbulencias políticas–, se estableciera la democracia en el país.
La transición española, por su parte, iniciada en 1975 a raíz de la muerte del dictador Francisco Franco, fue un proceso civil complejo en el que, además de la voluntad de cambios del rey Juan Carlos I como sucesor previamente designado por el anciano caudillo para la jefatura del Estado, jugaron un papel esencial los amplios apoyos recibidos por el nuevo monarca tanto de un sector importante de capitalistas dentro de España como de numerosos países occidentales, así como los consensos alcanzados por los partidos políticos de las más disímiles tendencias ideológicas –incluyendo elementos del añejo régimen franquista– que eventualmente permitieron la elaboración de la nueva Constitución, el referéndum que la aprobó y su definitiva entrada en vigor en diciembre de 1978, quedando consagrado el Estado de Derecho.
Cierto que no faltaron escollos a lo largo del proceso, pero en el éxito de la transición española también jugó un papel fundamental el apoyo de sectores y personalidades del antiguo régimen franquista que apostaron por la evolución pacífica y gradual hacia la democracia y trabajaron por su consolidación.
Basta una mirada general para descubrir que, mientras las semejanzas entre la realidad cubana actual y los escenarios que favorecieron las transiciones democráticas de Portugal y España han estado determinados por sus respectivas dictaduras, la salida del Poder de los autócratas y los procesos de evolución hasta la democracia en ambos países europeos los han hecho posibles actores sociales y políticos que no existen (o al menos no se han revelado hasta ahora) en Cuba. A saber: sectores élite de militares descontentos debidamente organizados y dispuestos a cambiar el orden político, elementos reformistas dentro del propio poder político que favorezcan una transición ordenada, grupos de poder económico nacionales capaces de influir en los cambios pro-democracia, una oposición debidamente articulada y dispuesta a generar consensos políticos en interés de un destino democrático común y –no menos importante– una comunidad internacional positivamente interesada en apuntalar el surgimiento y consolidación de una verdadera democracia en Cuba.
Ante la orfandad de derechos y la escualidez cívica de la sociedad cubana, y ante la demostrada ausencia de consensos entre los sectores de la oposición, el tardocastrismo –ahora representado en una nueva generación de servidores– tiene todas las cartas a su favor para prolongarse en el Poder. Para ello se apresta a legitimar la nueva era de la dictadura a través de una también nueva Constitución que en tiempos venideros deberá someterse a referéndum y que –como era de esperarse– ya ha comenzado a marcar otro cisma entre los opositores: de un lado, aquellos que asumen el reto como una oportunidad de decir “NO” al régimen, al unipartidismo y al socialismo obligatorio; del otro, aquellos que no solo niegan esa posibilidad, sino que eligen desgastarse en la descalificación de los primeros acusándolos de pretender “legitimar” la dictadura.
No parece razonable, en medio de tan lamentable escenario, hablar de una transición cubana. En lo que a muchos cubanos respecta, Miguel Díaz-Canel Bermúdez no más que el heredero y continuador del régimen dictatorial hasta tanto demuestre lo contrario. En todo caso lo que se ofrece actualmente a la vista es una “transición a la cubana”, proceso equivalente a transitar de una dictadura de gobierno vitalicio a una de gobierno con relevo, pero dictadura a fin de cuentas.
Salvo que (¡quién sabe!) por el camino aparezcan nuevos actores y circunstancias, se produzca el milagro de un consenso entre los demócratas cubanos y, sorpresivamente, comience al fin en la Isla la soñada transición hacia la democracia.
Pero sepan esos entusiastas colegas de la prensa extranjera, tan ajenos a las aspiraciones de los cubanos como desconocedores de nuestra realidad, que hasta tanto ese momento maravilloso llegue –si es que lo hace– no es lícito ni realista hablar de transición política en Cuba.