LA HABANA, Cuba. – El fundador de la dinastía castrista inició el proceso que, tras varios decenios de calamidades, condujo a Cuba hasta el desastre en el que hoy está sumido nuestro pueblo. Por consiguiente, tenemos todo el derecho a pensar que su gestión como gobernante fue funesta. Pero hay algo en lo que pocos líderes mundiales pueden parangonarse con él: su habilidad para crear expresiones aladas.
“Desaparezca la filosofía del despojo y habrá desaparecido la filosofía de la guerra”, fue una de ellas. Lástima que suceda con esa frase lo mismo que con las exhortaciones que hasta hoy hacen sus herederos sobre la necesidad de usar el diálogo y la negociación para reducir las tensiones: Sólo las aplican —en principio, al menos— a las relaciones internacionales; a sus súbditos que piensan diferente sólo les ofrecen oídos sordos y represión.
Constatamos que la rapiña ha sido una constante en las políticas económicas del castrismo. Las llamadas “nacionalizaciones” de los años iniciales son una manifestación indubitada de esa vocación. Pero consideraciones generales como ésta que acabo de hacer podrían conducirnos a un árido debate teórico de carácter político, ideológico y aun filosófico con quienes todavía creen que las confiscaciones a favor del Estado pueden constituir una fuente de bienestar y prosperidad para todos.
Por eso, en este trabajo, me limitaré a recordar algunas de las rapacerías concretas perpetradas por el régimen cubano. Al hacerlo, jamás debemos perder de vista que muchos de esos actos de despojo —al menos en los años iniciales— tuvieron como premisa la credulidad del cubano de a pie, e incluso el apoyo incondicional que por entonces muchos brindaban a ese mismo régimen.
Comencemos por la quema de “El Encanto” en abril de 1961. Esta tienda habanera, considerada la más lujosa de toda Cuba, fue destruida por anticomunistas. De inmediato surgió desde el gobierno la iniciativa de erigir un nuevo comercio, más hermoso, con más pisos y mejor surtido que el incendiado.
Menudearon las colectas, y los trabajadores —de buena o mala gana— donaron días de haber. Se recaudaron millones de pesos. En lugar del imponente edificio prometido, se fabricó un modesto parque. Éste lleva el nombre oficial de “Fe del Valle”, trabajadora víctima de las llamas. Pero los capitalinos prefieren llamarlo “Parque de la Gran Estafa”…
Algo parecido sucedió con las imponentes recogidas de dinero para “La Industrialización”. Por sus características, esta campaña fue más larga y rentable que la antes mencionada. También inspiró mayores esperanzas en los cándidos: En definitiva, se suponía que el proceso prometido pusiera punto final en la Isla al flagelo del desempleo.
Hasta un ministerio se creó con ese fin. A su frente se puso al sanguinario guerrillero que admiraba a los hombres convertidos en “frías máquinas de matar”. Un señor laborioso al extremo, pero de resultados nulos. De nuevo el sarcasmo sirvió de válvula de escape a los cubanos. Sólo que, en esta ocasión, la ironía tuvo una expresión gestual y no verbal: Al hablar de la mentirosa “Industrialización”, nuestros compatriotas hacían el gesto de sacudirse de los hombros un imaginario hollín…
Después llegó el turno a la recogida de los metales preciosos. De inicio, la propaganda comunista se centró en los tontos útiles. Las convicciones revolucionarias de la mayoría fueron manipuladas para que los simpatizantes entregaran las alhajas familiares, cuya posesión siempre constituyó una tradición del cubano con capacidad económica para ello.
Una vez agotado ese generoso filón, tocó el turno a los que no se habían desprendido de sus joyas. Aquí estaban incluidos no pocos que se consideraban “revolucionarios, pero no verracos”. Para éstos se instaló una cadena de comercios de título rimbombante: “Casas de Cambio del Oro y la Plata”. En esta etapa, la entrega de los codiciados metales se traducía en el derecho a comprar artículos que son comunes en cualquier otro país. Pero el sistema económico socialista (de probadísima eficacia en ese terreno) los había hecho desaparecer de las tiendas, y ahora los vendía, literalmente, a precio de oro…
Una vez más el ingenio de Liborio Pérez, personificación del cubano, les dio a esas instituciones un nombre más ocurrente: “Casas de Hernán Cortés”. En efecto, los compatriotas nuestros que acudían a esos centros de expolio se asemejaban a los incautos indígenas americanos, que entregaban a los “descubridores” muchas pepitas de oro a cambio de baratijas…
Otro capítulo del latrocinio castrista resultó mucho más breve y reducido, pero no menos jugoso. Me refiero al que sufrieron los dueños de vehículos antiguos que mantuvieran sus piezas originales en buen estado. El furor que se despertó en todo el mundo por esos carros museables, fue bien aprovechado por el régimen, que emboscó a los pocos cubanos poseedores de esos verdaderos clásicos.
En este caso no fue menester recurrir a improvisados tasadores marrulleros. El trueque que se ofrecía era transparente: El dueño del vehículo lo entregaba, y a cambio recibía un “Lada” nuevo. La diferencia en los precios internacionales (que bien podía alcanzar los cientos de miles de dólares) se la embolsillaban limpiamente los castristas…
Estas remembranzas resultan oportunas ahora, cuando el régimen, despojándose de una nueva careta, acaba de abrir tiendas en las que ninguno de los dos pesos cubanos (ni el “nacional” ni el “convertible”) tendrá validez. En la nueva red comercial, sólo serán aceptados el dólar, el euro y algunas otras monedas que en verdad merecen el calificativo de libremente convertibles.
Artículos que se suponían desaparecidos (incluyendo distintos tipos de carnes) han resucitado como por arte de magia. Quien desee adquirirlos tendrá que desprenderse de las verdaderas divisas que posea. Los “chavitos” (sin excluir los que a modo de “estímulo” devengan algunos trabajadores privilegiados por el régimen), seguirán revelando toda su impotencia, y conservarán su validez sólo en los comercios signados por el desabastecimiento y las grandes colas.
Lo que jamás estará en falta será la retórica comunista. Recordemos la pregunta que se formuló hace unas horas el presidente designado Miguel Díaz-Canel: “¿Se puede cuestionar de apartheid económico a un país donde el gobierno todos los días se preocupa por cómo les llega la mayor parte de las cosas a todos por igual?”.
Algún cubano descreído podría contestarle: Muchas gracias por la preocupación, señor Presidente. Pero, en el ínterin, veré qué hago para conseguir algunos ejemplares de la “moneda del enemigo”.
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