Foto-galería de José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba.- No es el único tipo de motocicleta que por estos días tripulan ciertos esbirros de civil pertenecientes a la policía política, pero, por alguna curiosa eventualidad, en la mente de los habaneros se ha fijado la Suzuki como marca del terror.
Todo individuo que conduzca aquí una moto nueva con esa marca, se nos hace a priori persona non grata. Si se acerca a un grupo de gente que conversa, cesa de inmediato todo comentario, aunque sea sobre béisbol, al tiempo que las miradas se vuelven recelosas hacia el recién llegado. Si acude a cualquiera de los negocios clandestinos que hay en todos los barrios, con la idea de comprar algo o de solicitar algún servicio, perderá su tiempo. Para él, no hay nada. Tampoco “le darán la letra” cuando pregunte por la dirección de algún vecino.
Hasta tal punto estos esbirros han demonizado con su uso la Suzuki, que es la marca menos demandada por los jóvenes que hoy se dirigen a la agencia estatal de la calle 23, en el Vedado, con el fin de comprar motores y piezas para armar sus propias motocicletas. Y cuando no les queda otro remedio que comprarlos con esa marca, ensamblan sus vehículos poniendo muy especial esmero en que se diferencien a ojos vista de los tripulados por los agentes del terror. El gran maestro Suzuki, erudito y filósofo, hombre de paz y amor, artífice del Budismo Zen, debe estar revolviéndose entre sus cenizas si ha recibido por allá, donde se encuentre, la blasfemia que le disparamos desde aquí.
En su desbarranque sin frenos hacia el oprobio y la ridiculez, el régimen ha incorporado este espécimen a sus hordas represoras, infaustos jinetes sobre Suzuki o Yamaha o algunas otras marcas de motocicletas ligeras, que son como caricaturas grotescas de los agentes nazis de las SS que tripulaban BMW, aunque, por su función, se acercan más a los Camisas Pardas de Hitler, o a los Camisas Negras de Mussolini, o incluso a los Camisas Azules de Franco y a los actuales Camisas Rojas venezolanos, representantes todos de una especie de avance motorizado al servicio del atropello y de la implantación del miedo.
En nuestro caso, pululan por cientos en las calles de La Habana. Sus tareas parecen ser diversas, siempre dentro del mismo perfil de infames instrumentos represivos: desde vigilar y perseguir a opositores, hasta servir de enlaces en la organización de redadas, o de avanzada en las detenciones y mítines de repudio.
Al final son pobres diablos, hermanados por su ignorancia y por su bajo coeficiente de inteligencia, hasta un colmo en que la mayoría demuestra sentirse muy oronda en el papel de esbirros, creyendo que la gente los respeta, cuando en realidad no sienten por ellos sino desprecio y alguna que otra clase de temor.
Desde tiempos remotos, las dictaduras utilizaron a esta suerte de alcornoques en labores de punta de lanza, que, a cambio de míseras prebendas, venden su alma, sin darse cuenta apenas (o sin que les importe) que son verdugos de sus iguales.
La particularidad de los de aquí es que, para estar a tono con sus congéneres del fascismo histórico, se mueven en flamantes motos, con un modelo exclusivo para ellos, como para que la gente los identifique fácilmente y tiemble a su paso.
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