WEST PALM BEACH, Estados Unidos.- El reciente debate oficial acerca de que algunos servicios de salud en Cuba dejarán de ser gratuitos ha estado levantando indignación y sorpresa entre no pocos corrillos de opinión, e incluso entre colegas periodistas, colaboradores de los medios independientes.
Si bien el Artículo 50 de la Carta Magna de 1976 establecía (al menos en la letra) la garantía “a todos” de una asistencia médica y hospitalaria gratuita, incluyendo los servicios estomatológicos, los “exámenes médicos periódicos, vacunación general y otras medidas preventivas de las enfermedades”, así como los servicios profilácticos y “de tratamiento especializado” –carácter que se mantuvo inalterable en las posteriores modificaciones de 1992 y 2002–, el Anteproyecto de reforma constitucional, ya aprobado por la Asamblea Nacional, incorporó un dato relevante al acotar que dicho principio de gratuidad en la atención a la salud se mantendrá, “con excepciones en algunos servicios, que vienen de una voluntad personal”, y no de un problema de salud propiamente dicho, según quedó sugerido.
La nota que sobre este particular publica el sitio oficialista Cubadebate cita los cambios con fines estéticos como un ejemplo de dichos servicios que hasta el momento fueron gratuitos y que en lo sucesivo pasarán a ser pagados. Y como suele suceder en toda realidad extremadamente polarizada, como es la cubana, las reacciones extremas no se hicieron esperar.
He aquí que algunos ahora se mesan los cabellos y se desgarran las vestiduras por lo que anuncian con espíritu catastrofista “el fin de las gratuidades”, esa perla que adornó durante décadas la menguada vitrina de exhibición de las falsas bondades del castrismo. Curiosamente, algunos de los más quejicas son los mismos que hasta apenas ayer denunciaban –con mucha razón, por cierto– la hipocresía de tales “gratuidades”.
Porque en verdad, es sabido que el sistema de salud pública cubana nunca ha sido exactamente gratuito. En primerísimo lugar porque los dineros que cubren los gastos de salud no los produce el Estado cubano, que lejos de originar alguna riqueza, administra y dilapida impunemente a su antojo el capital que genera la sociedad, generando precisamente miseria social.
Es verdad de Perogrullo que las fuentes que cubren los tan cacareados gastos de salud “gratuita” son los bajos salarios que se pagan a los trabajadores, el alto costo de la vida, el subempleo de especialistas cubanos en el extranjero –entre ellos, de manera destacada, decenas de miles de médicos y técnicos de la salud– los impuestos leoninos sobre el siempre reprimido sector privado, el gravamen sobre las remesas familiares llegadas del extranjero y el fluctuante sector turístico, más bien emporio de la cúpula gobernante y su cohorte que “propiedad estatal”.
De hecho, la tan llevada y traída gratuidad de los servicios de salud en Cuba resulta de por sí cuestionable por cuanto la precariedad crónica de la infraestructura sumada a los insuficientes salarios de los galenos y del personal técnico del sector han dado espacio a la corrupción y los sobornos por parte de quienes disponen de ingresos más favorables que la media de los cubanos y se pueden permitir el pago para acceder a un examen especializado –desde una tomografía, una resonancia o un análisis de sangre para el cual “no hay reactivos” disponibles; hasta una laparoscopía o una cirugía de cualquier envergadura– so pena de ingresar en una casi eterna lista de espera donde en muchas ocasiones la muerte llega antes que el examen para un diagnóstico o la imprescindible cirugía.
Otro botón de muestra del retroceso de la muy publicitada calidad de los servicios de atención primaria de salud de la Isla es desde hace un tiempo el cobro de las medicinas en las farmacias de los hospitales pediátricos, que años atrás se dispensaban de manera gratuita, así como el significativo aumento de los precios de ciertos medicamentos, algunos de los cuales son consumidos por enfermos crónicos y pacientes de la tercera edad, por tanto, personas de menores ingresos.
El cínico procedimiento de las llamadas facturas simbólicas, escritas al dorso de las recetas con el “costo” de las consultas, fue otro de los experimentos de la maquinaria ideológica oficial, obviamente para “ablandar” la opinión pública ante el palo que estaba por venir. El eslogan publicitario que, además, se reprodujo en la televisión hasta provocar náuseas, rezaba: “La salud es gratuita, pero cuesta”. Lo cual, en rigor, es una verdad; solo que a medias, porque nos cuesta a los cubanos y no al padrastro Estado.
No obstante, hay que señalar que el uso de esas recetas con costos simbólicos no arraigó ni tuvo el efecto deseado, por una parte porque desató malestar en la población –que asumía como una humillación que le remacharan los supuestos costos de un servicio que deja bastante que desear– y provocó más de un incidente de protesta en varios centros asistenciales, al menos en la capital cubana; y por otra porque hubo galenos con ética y con vergüenza que no se prestaron para semejante campaña.
Pero volviendo al tema de referencia y teniendo en cuenta todo lo anterior –muy en especial el detalle de que los servicios médicos los pagamos y sostenemos los cubanos y no el falsamente bondadoso Estado– a mí me parece perfectamente positivo que quienes deseen someterse a una cirugía estética por la mera vanidad de embellecerse, que lo hagan con su propio peculio y no a costa de lo que se exprime a la población cubana.
No me refiero, por supuesto, a las cirugías estéticas para corregir una malformación congénita, la secuela de un accidente o los estragos de una enfermedad, entre otras causas perfectamente comprensibles, sino a aquellas que responden a los anhelos de lograr artificialmente una naricita perfecta, unos labios sensuales y unos senos o glúteos exuberantes. Quien quiera azul celeste, que le cueste, dice un viejo refrán. Muy en particular porque, por regla general, el cubano promedio, sea hombre o mujer, que sobrevive con su mal pagado trabajo y haciendo malabares para mantenerse a flote a sí mismo y a su familia, no suele tener entre sus prioridades tener un rostro más agraciado o una figurita perfecta.
En tanto, conozco decenas de jóvenes que han pagado “por la izquierda” para hacerse una cirugía de senos en Cuba, o han viajado a Miami para someterse al mismo procedimiento o a una liposucción. Todo lo cual no está mal, en tanto no tengamos que pagarlo los demás… Digo yo.
Ahora bien, y este es el meollo del asunto, el problema no es exactamente que se privatice ese tipo de servicios en particular, sino que no se privaticen otros. Tal como están las cosas, y sabiendo que el capitalismo –en su versión más descarnada y retrógrada– regresó a Cuba desde los años 90’ (y llegó para quedarse, tal como está demostrado), lo que habría que hacer sería dar un verdadero paso de avance: permitir que se ejerza, simultáneamente a la salud pública, la salud privada. Si un médico clínico, un especialista o un cirujano pueden ejercer en un hospital público y también en una clínica privada, el resultado será que habrá mayores recursos y capacidades para mejorar el servicio en el sector público.
La experiencia distaría mucho de ser una novedad para la Isla. Durante la República proliferaron las clínicas mutuales y otros tipos de centros asistenciales privados para cubanos de las más variadas posibilidades adquisitivas. Clínicas y laboratorios privados que absorbían así una gran cantidad de servicios médicos y, en consecuencia, aumentaban las posibilidades de atención en los centros de salud públicos.
Solo que, bien lo sabemos, el Estado-Partido (¿”comunista?”)-Gobierno no lo va a permitir, por muchas razones. Quizás la fundamental es que semejantes libertades mermarían con creces su colosal ejército de esclavos de alquiler, los médicos que desde hace años prestan servicios en el extranjero para engrosar las arcas de los señores del poder, pero también porque se quebraría definitivamente el mito de la farsa solidaria que le ha granjeado tantos reconocimientos a la dictadura por parte de organismos internacionales y tantos quebrantos a los cubanos.