LA HABANA, Cuba. – Cinco días en huelga de hambre y sed han transcurrido para un grupo de jóvenes activistas atrincherados en una vivienda del barrio de San Isidro, en La Habana Vieja. Luis Manuel Otero Alcántara, Iliana Hernández, Maikel Castillo, Esteban Rodríguez, Oscar Casanella, Osmani Pardo y Katherine Bisquet han decidido arriesgar sus vidas para llamar la atención sobre el permanente asedio en que vive la sociedad civil cubana, cuya víctima más reciente es el rapero Denis Solís, condenado en juicio sumario a ocho meses de prisión.
El Movimiento San Isidro ha procurado la liberación del músico contestatario a través de mecanismos pacíficos y legales; pero ante la nula voluntad de diálogo por parte de la dictadura, ha decidido defender su protesta con lo único que posee: el cuerpo y la vida.
Las privaciones comienzan a hacer estragos y el mismo clamor que en marzo pasado se alzó por la liberación de Luis Manuel Otero Alcántara, recorre de nuevo las redes sociales apelando a la compasión, la solidaridad, el sentido común. Los esbirros, lejos de buscar un camino para el concilio, han cerrado la calle y prohibido el paso a amigos, vecinos y familiares. Han marcado un crescendo de acciones intimidatorias, desde arrojar ácido por debajo de la puerta e intentar contaminar el agua de la cisterna, hasta el violento incidente que tuvo lugar en la medianoche del día 22, cuando un sujeto rompió a martillazos la puerta de la vivienda en que permanecen los huelguistas y arrojó botellas de cristal al interior.
Luis Manuel fue herido en el rostro. Varias patrullas pasaron a toda velocidad por la cuadra en el momento de la agresión, pero el atacante continuó en medio de la calle, ileso y desafiante, protegido por la misma impunidad que desde 1959 ha amparado golpizas y arrestos arbitrarios a ciudadanos que se manifiestan pacíficamente contra el régimen castrista.
El silencio oficial y las campañas de desprestigio no han funcionado. Se sabe lo que está ocurriendo en San Isidro. Las noticias corren de boca en boca, en un susurro. Los muchachos están plantados, la policía política los acosa. Han convocado a una sentada en los parques principales de cada provincia, cada día a las 3:00 de la tarde, durante cinco días.
Su fe en el pueblo cubano es absolutamente conmovedora y romántica. Los alienta la ilusión de una Cuba idealizada, la que gravita en el anhelo de los insulares que aún no se resignan, la que deseamos para un futuro que tiende a alejarse, como si se mofara de nuestra ingenuidad. Pero el llamado de San Isidro cae en el vacío inerte de la Cuba real, la que prefiere mirar hacia otro lado, olvidada de sí misma, la que se queda inmóvil presenciando actos de repudio contra gente pacífica.
Esa Cuba moribunda y angustiada es el abono que alimenta los desmanes de la Seguridad del Estado. Cualquier agresión contra los huelguistas persigue, más que nada, el objetivo de desalentar a los que comienzan a sentirse identificados con su rebeldía. Que sepan que no hay tregua, que además del hambre y la sed habrá golpes, vejaciones, campañas difamatorias e intimidación contra los seres queridos.
La Cuba real hace énfasis en que los huelguistas son delincuentes para imponer una distancia moral ficticia, y desentenderse del conflicto. Que son marginales, que mírales la pinta, que ahora cualquiera es artista. Quienes se limitan a semejantes opiniones avivan estereotipos divisionistas que se resumen en el mismo mantra condenatorio: “dentro de la institución todo, contra la institución, ningún derecho”.
Ignoran que no se trata de talento, sino de justicia. Olvidan que el rap es libre, y que la Agencia Cubana de Rap no ha sido más que la entidad burocrática encargada de acorralarlo y vaciarlo de sentido. Desconocen que entre los martirizados en San Isidro también hay grados científicos pisoteados y brillantes carreras profesionales tronchadas por un sistema cruel y excluyente. Se niegan a admitir que en un país proscrito de la democracia desde hace seis décadas es muy difícil concertar acciones cívicas de amplio alcance.
En la Cuba de hoy, San Isidro es la única voz que se escurre de la mordaza. No es una plataforma perfecta, pero tampoco se ve a nadie más tratando de igualar o elevar el listón. Casi todo el apoyo que hasta el momento ha marcado alguna diferencia proviene de fuera. Dentro de la caldera antillana los artistas e intelectuales no se han pronunciado. La gente de pedigrí y privilegios abarrota las oficinas de las aerolíneas para huir cuanto antes de esta miseria, y de paso deslindarse de cualquier compromiso cívico.
Esos que pueden poner mar de por medio callan, desprecian y juzgan sin siquiera atreverse a acercar su pellejo a la pira. Es más fácil convencerse de que el tirano es irreductible, que lo único inteligente es ponerse a salvo y dejar que el resto arda. Esa Cuba, que es mucha, no merece el sacrificio de los siete huelguistas que se juegan la vida en el domicilio sito en Damas No. 955. Esa Cuba está dispuesta a dejarlos morir sin mediación, sin solidaridad, sin una lágrima.
Los jóvenes de San Isidro están política y cívicamente solos en la palestra pública, a merced de una dictadura que los quiere muertos, de eso no cabe duda. Si alguno fallece, o sobrevive con secuelas que le impidan continuar su activismo, será uno menos contra un régimen que ha perdido la guerra en el campo virtual, pero sigue siendo amo del ágora y es ahí donde se dirime el destino de las naciones.
Tiene que haber otra manera de exigir la excarcelación de Denis Solís. La Cuba que se resiste y anida en un discreto número de ciudadanos con honra, necesita a San Isidro vivo. Eso les diría si pudiera. Pero no me arrogo tal derecho porque nada nos define tanto como nuestras decisiones, y cada quien debe tener la libertad de escoger la piedra donde habrá de inmolarse.
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