LA HABANA, Cuba.- En Cuba, donde el maltrato de todo tipo a las personas por parte de cualquiera –sea un guagüero, un bodeguero, la recepcionista de una oficina, el administrador de una empresa o un policía- se ha vuelto cotidiano, y los que se atreven a quejarse no suelen ser escuchados, un caso como el de Yanay Aguirre es raro, excepcional.
Yanay Aguirre escribió una carta a la sección Buzón del periódico Trabajadores donde se quejaba de que un botero (chofer de alquiler) la había maltratado al expulsarla del carro, profiriéndole insultos racistas. Tan pronto la carta apareció publicada, el pasado 3 de julio, llegaron al periódico decenas de mensajes de solidaridad con la joven y de indignación por la forma en que la muchacha había sido discriminada y vejada por ser negra. Y poco después, la Dirección de la Policía Nacional Revolucionaria anunció que el chofer (cuyo nombre no reveló) había sido detenido y sería llevado ante los tribunales.
“Tremendas leyes se gasta esa negrita”, me comentó jocosamente un vecino, y me miró con cara de asombro cuando le reproché su racismo jaranero.
En Cuba, si tuvieran que ir a juicio todos los que se refieren a los negros de forma despectiva, burlona o abiertamente insultante, los tribunales se abarrotarían, no darían abasto. El racismo, aunque sea la mayoría de las veces de forma no consciente, está prendido en la psiquis de los cubanos, por mucho que se nieguen a admitirlo, especialmente si son blancos o parecen serlo.
El gobierno, que hace más de medio siglo, de un plumazo, dio por terminada la discriminación racial, en los últimos años ha tenido que admitir que aún está latente en la sociedad cubana, solo que lo explica como “un problema cultural”.
Yanay Aguirre, que tal vez por ser estudiante de Derecho en la Universidad de La Habana conoce las leyes y supo reclamar su derecho a no ser vilipendiada y discriminada, viene a convertirse en una especie de Rosa Parks en la Cuba de los Lineamientos y la actualización del modelo económico.
El caso de Yanay Aguirre es alentador. Ojalá ayude a acabar de una vez con el problema de la discriminación, y no solo la de tipo racial. Porque en Cuba, donde según la Constitución y el Código Penal, ninguna persona puede ser discriminada, no solo los negros son ofendidos y discriminados de una forma u otra. También lo son las personas de la comunidad LGTBI que no estén bajo el amparo de Mariela Castro y no bailen en su comparsa; los habitantes de las provincias orientales, los llamados despectivamente “palestinos” o “sin tierra”, que por ley necesitan de un permiso para permanecer en La Habana y no ser deportados por la policía a su lugar de origen.
Y ni hablar de los que se oponen abiertamente al régimen. Sus derechos no cuentan. Para ellos, la exclusión es institucionalizada. Llamarlos “gusanos” o cualquier otro insulto, y hasta golpearlos, es un mérito político, una muestra de celo y combatividad revolucionaria, aun cuando no sea en el marco de uno de los actos de repudio organizados por Seguridad del Estado.
Últimamente, las discriminaciones, lejos de resolverse, en este país que cambia “sin prisa y sin pausa”, van en aumento. Ahora también te pueden discriminar por pobre y hasta por feo. Te pueden negar un empleo alegando “falta de idoneidad”, un abstracto y subjetivo concepto que abarca desde “no tener una buena apariencia física” (¿?) hasta no ser políticamente confiable. Y el dueño de un paladar o cualquier otro establecimiento privado se reserva el derecho de no admitir tu entrada por tu aspecto “raro” (¿?) o tus modales, o porque sospeche a priori, sin saber cómo anda tu billetera, que no cuentas con dinero suficiente para pagar la comida y la bebida que vas a consumir.
Ojalá que a partir de ahora, a los que les griten “negro de mierda”, “maricones”, “tortilleras” “palestinos”, “gusanos” o cualquier otro insulto, todos los marginados o discriminados, empiecen a quejarse públicamente, y como en el caso de Yanay Aguirre, la gente se solidarice con ellos. Y lo que es más difícil, al menos por ahora: que las autoridades escuchen sus reclamos.